¡Ey, Alcina, estoy aquí!

(c) Javier del Real
Llega Alcina de Händel al Teatro Real. Lo hace de la mano del director musical Christopher Moulds y del director de escena David Alden. Hay cierta expectación. Es una obra que nunca se ha visto ni oído en este teatro y el director musical y de escena llegan por primera vez con muy buenas referencias. Este estreno hace que en las crónicas y críticas se repita hasta la saciedad la imposibilidad o dificultad para poner en escena las óperas barrocas y para tocarlas, interpretarlas. Dos excusas que parecen atemperar las críticas que, en general, vuelven a caer en la descripción de la calidad técnica de los cantantes, de la orquesta y de la puesta en escena. También hay un poco de sociología del teatro musical, preguntándose sobre el coste de las entradas o los asistentes al estreno, que se complementa con algo de academia y museología de la música.
Se desprende de este tipo de acercamiento que lo que se ve y se escucha carece de verdadero interés. De un interés humano. Lo que se nota en la forma de tocar. Nadie puede decir que la orquesta o que Moulds lo hacen mal, pero ¿dónde está la vida? ¿El riesgo de ser abucheados, lo mismo que alabados, por ofrecer una lectura de la partitura que abra los oídos a lo que la música tiene que contar más allá de convertirla en una agradable tonada, tocada al gusto académico de la obra, para acompañar la tarde?
Preguntas que se hacen más insistentes mirando lo que pasa en el escenario. No por el riesgo, que lo hay, sino por la forma en la que ese riesgo se ha corrido. Pues hay defectos de bulto como no haber tenido en cuenta los huecos de la escenografía, el teatro construido en escena con su escenario y sus palcos, que alteran la proyección de la voz de los cantantes. Tampoco parece haberse tenido en cuenta como varían las voces cuando se canta debajo del peine si no se modifica el mismo. Una modificación que, tal vez, no se ha podido hacer por el teloncillo en forma de pasillo de hotel en escorzo que se usa en varios momentos de la representación y que cuando se sube se esconde justo ahí. A lo que se añade el no haber tenido en cuenta las capacidades actorales del elenco. De forma general, el primer reparto, al que pertenece esta crónica, no sabe ni actuar ni bailar pero el director de escena se empeña en que lo haga. Y, por último, la confusión del uso de elementos escénicos que impide orientarse ¿Quién es quién? ¿Quién hace qué? ¿Qué está sucediendo en escena? Que llevan a la pregunta ¿qué está sucediendo en la música? Al final, el espectador desorientado tiene que elegir. O mira lo que pasa en escena, hay que reconocer que hay algunas imágenes atractivas al estilo collage-vintage-moderno, o escucha la música. O, también, se mete en sus ensoñaciones, desconecta, algo que podía haber hecho con cualquier otro pasatiempo, más barato, incluso en casita.
Pues la historia de Alcina, diosa (como ella se describe cuando canta) y bruja, que hechiza y engatusa a aquellos hombres que le resultan atractivos hasta despacharlos gastados de tanto usarlos, lo que podría llamarse hoy una devora-hombres, descubre lo que es el amor, enamorarse, querer, gracias a un mortal, Ruggiero. Mortal que está casado y que es capaz de superar sus hechizos y volver con su esposa gracias, no solo al amor que siente por ella, sino al deber que le debe y al honor. Fuerzas todas ellas que le llevan a luchar para liberar a todos los hombres hechizados por Alcina, convertidos en animales, plantas o rocas, es decir, convertidos en simple naturaleza, simple impulso sexual, pura animalidad. ¿Siguen funcionando estos drivers en las relaciones amorosas del siglo XXI? ¿Tenemos que ser liberados de nuestra animalidad amorosa en esta moderna sociedad? ¿Es el amor lo que nos hace humanos, como le ocurre a Alcina, y no solo la satisfacción del deseo sexual? Y la forma en la que Händel escribió el libreto y la partitura ¿sirven para seguir cantándolo y contándolo?
En este caso, parece haberse olvidado que un clásico siempre dice a los seres humanos en cualquier época porque siempre es contemporáneo. Lo que no ofrece nunca son noticias del mundo en el momento en el que se representan. Tampoco interpretaciones sociológicas o psicológicas del tiempo en el que se los sube a escena. Lo suyo es el arte. Un arte humano que nos cuenta, canta y pone música a quiénes somos y a qué hacemos aquí. Hacer que diga y cuente lo que tiene que contar, y no otra, es la dificultad para poner una ópera, barroca o no, en escena. Para tocarla. Para interpretarla. Para criticarla. Para que podamos apreciarla sentados, hoy y ahora, en un gran teatro de ópera como es el Teatro Real. Nos hable y nos saque de nuestros pensamientos, de nuestro ensimismamiento, de nuestro atontamiento.
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