¿Música y Nobel? La cuestión dylaniana
Noviembre ya, y continúo pensando acerca de la cuestión de marras que ha ocupado al mundo cultural el último mes, la de Robert Allen Zimmerman, la cuestión dylaniana. Después de un cierto tiempo (insuficiente), cada vez estoy más convencido de que es este el mejor premio institucional otorgado en años: a tenor de las posturas encontradas cabe pensar que la opinión pública y la profesional han puesto de relieve el hecho de que nadie sabría definir qué es lo literario, a la par que han traído a la superficie un cierto número de preguntas de difícil solución para las que todo el mundo parece tener la respuesta correcta con la saña necesaria, para más inri. Confieso: me encanta este premio Nobel porque ha provocado un debate social intenso, y, además, partiendo del hecho de que me parecería igualmente justificado otorgarle dicha distinción a otros creadores igualmente válidos, creo que banalizar los méritos por los cuáles Dylan ha sido distinguido de esta manera es un acto de verdadero desconocimiento de la lengua inglesa, de la música, de la naturaleza de un premio académico, del problema de la literariedad y del hecho literario en sí, amén de hacia la propia obra objeto del reconocimiento. ¿Demasiados culpables? Tal vez, pero analicemos la cuestión desde una óptica un tanto superficial, teniendo en cuenta que escribir un artículo plenamente fundamentado sobre ello resulta imposible por la extensión requerida. Es esta, sin más, la divagación de alguien que conoce, a medias, ciertas cuestiones implicadas en el litigio; un alguien que no ha conseguido leer ni un solo artículo en lengua hispana que se haya centrado en analizar la polémica desde una óptica, al menos pretendidamente, objetiva, salvedad hecha del estupendo guión propuesto por el compositor Enrique Blanco en su blog de referencia Postdam, pero que al quedarse, lamentablemente, en enunciado de ideas (brillante, eso sí) resulta insuficiente. No obstante, Blanco ha dejado constancia de la gran pregunta, que yo formularía como un “¡¿Pero qué os pasa para tener tan mala sangre con un autor?!”, y lo ha hecho con una capacidad de síntesis de la que yo, aquí, no podré hacer gala.
LOS ESCRITOS DYLANIANOS
Tal vez a alguien le resulte excesivo que yo afirme que en España no hay demasiada gente capacitada para comprender en su lengua original la sintaxis del señor Zimmerman y que, por lo tanto, semejante sinnúmero de opiniones populares y profesionales me resulta hiriente, así que voy a afirmar una realidad menos dolorosa para quién lea estas líneas: no hay demasiados hablantes americanos nativos que puedan desentrañar al completo la sintaxis dylaniana porque resulta, sencillamente, infernal. Deliciosamente infernal, añado, debido a lo creativo de sus imágenes, a lo innovador de sus construcciones. No estoy hablando de un verso más o menos llamativo, más o menos rítmico, sino que estoy hablando de un uso rompedor de células tales como preposiciones, pronombres y restantes elementos mínimos de una lengua. No existe nada en el idioma castellano que resista una comparación con esta situación y me resulta francamente imposible poner un ejemplo de ello: es algo que hay que vivir desde el conocimiento de una lengua o resulta inaccesible, porque si en nuestro idioma alguien rompe las relaciones sintagmáticas lógicas o utiliza los nexos inadecuados, el significado de las frases se nubla y el asunto finaliza sin contenido alguno; no así en Dylan. En realidad, la lengua inglesa admite infinidad de combinaciones, desde los llamados “juegos de palabras” ingleses hasta los “dobles sentidos”, pasando por ejercicios de maestría verbal como son el slang cockney y su infinidad de equívocos, pero es en estos textos-canciones donde la cuestión alcanza cotas inabarcables. En definitiva, no estoy hablando de un Dylan que encuentra un juego bonito en un título como Winterlude (“Inverludio”) y que, mal que nos pese, responde al patrón de ingenio simpático con el que se tiñe una buena parte de la poesía española más popular e incluso académicamente reconocida (¿esta sí es válida?), sino que estoy hablando del Dylan que consiguió que millones de oyentes se volvieran adictos a versos como los de esa joya de las letras que es Like a Rolling Stone con construcciones como un “He really wasn’t where it’s at” que siempre se ha perdido bajo traducciones imposibles como “No estaba dónde debería haber estado” o “No estaba dónde está” y cuyas versiones más afortunadas han pasado por “No estaba dónde lo estabas viendo” o incluso “No está ahí dónde lo ves”. Pensar que semejante conflicto surge de un uso innovador de la lengua sencillamente me maravilla. En la misma canción uno puede encontrarse con versos problemáticos como “You shouldn’t let other people get your kicks for you” (que podría ir desde una invitación a asumir las propias responsabilidades hasta un irónico “tu opio te lo consumes tú”, interpretación no del todo descabellada atendiendo a lo extendido de la imagen en la canción americana y al uso del propio autor de elementos similares como el “tambourine man” a modo de camello o su “stoned” en un sentido ambiguo de “apedreado/colocado”, por citar las más populares). Por supuesto, habría que sumar imágenes soberbias como ese “Solías cabalgar en el caballo cromado de tu diplomático / que llevaba en su hombro un gato siamés” en una canción grabada por los mismos músicos de sesión y con el mismo e idéntico comienzo que otra de las joyas que nos ha legado el pop-rock: ese Sound of Silence de Paul Simon que nos recordaba que ahora “las palabras de los profetas están escritas en las paredes del metro”. Yo me lo pensaría dos veces antes de negarles a todos ellos el panteón de los dioses de la cultura.
Si uno sigue en la línea, llegará a escritos como los de Visions of Johanna y se verá obligado a entregarse a una bacanal orgiástica. Ahora, la estufa de gas está tosiendo y las all-night-girls suspiran por irse en el D-train mientras el fantasma de la electricidad aúlla en su cara (“The ghost of ‘lectricity howls in the bones of her face”). Soberbio un final con un verso sobre unas armónicas que tocan en una tonalidad maestra, lo que sería una tonalidad que abre todas las tonalidades y que tal vez también haga sonar la lluvia, o puede ser que la lluvia sea una imagen yuxtapuesta; más arriesgada sería la interpretación de que las armónicas atacan directas a la base de tus huesos para hacerte vibrar, pero toda lectura resulta deliciosa: “The harmonicas play the skeleton keys and the rain”, aunque dicho cierre no iguala al comienzo de la canción dónde es la noche la que trata de “play tricks”. ¿Te imaginas?: la noche se cierra sobre ti y te dice eso de “Trick or treat!”. Yo le doy todos mis caramelos sin dudarlo, se los ha ganado.
Quede como conclusión que, teniendo en cuenta que existen grupos de aficionados que se juntan para trabajar sobre qué dice y qué significa cada verso inédito de Dylan con el lanzamiento de cada nuevo disco (dado que a la sintaxis infernal se une el hecho de que las letras publicadas jamás coinciden con las versiones grabadas y la dicción del autor dista mucho de ser ejemplar), es harto absurdo que vengan los hispanohablantes a afirmar qué sí y qué no es valioso en la versificación dylaniana. La brillantez de versos e imágenes como los brevemente mencionados me obliga a preguntarme qué es para el respetable un poeta, si un renovador de las estructuras de la lengua, de su iconografía, de sus imágenes, no es considerado como tal por el mero hecho de tener un contrato discográfico con COLUMBIA.
“NUEVAS EXPRESIONES POÉTICAS DENTRO DE LA GRAN TRADICIÓN AMERICANA”
A todo lo dicho, habría que sumar que el contenido referencial dentro de estos textos es indescriptible. De hecho, surgió hace un par de años una fuerte polémica en torno al lanzamiento del disco Tempest debido a la multitud de versos “robados” o estrofas de diversa autoría que Dylan habría fusionado como un texto propio. Sin meterme en esta cuestión (más abajo recordaré a Borges y su problemática en torno a este asunto), lo cierto es que con los años el contenido de sus canciones se ha ido llenando de “guiños” culturales de la tradición norteamericana “arcaica” a través de innumerables referencias, ciertos usos lingüísticos (“cold irons bound”, mi favorito de entre ellos), a través del repertorio (discos como Good as I been to you), del sonido añejo (Time out of mind) o sencillamente por su concepción global (Love & Theft), que han ido sustituyendo o complementando a las que antes eran sus “citas” favoritas: la versificación de carácter bíblico que se entronca con la gran tradición poética-oral encarnada por Whithman o Ginsberg, las alusiones directas a poemas como The Bells o Annabel Lee del genio E. A. Poe, las alusiones constantes a la literatura de su tiempo (las Visions of… de Kerouac que encuentran diferentes ecos, por no volver a nombrar al autor de Howl & Other Poems) y, por supuesto, el contenido directamente evangélico presente en sus textos.
Sobre este último aspecto se han hecho correr muchos y muy variados ríos de tinta: si el contenido bíblico es algo más que una referencia indirecta o si muchas veces es algo mayormente imaginado por el analista en cuestión que por el propio autor, es cuestión que difícilmente tiene solución cerrada. Para empezar, es un hecho asumido que el que un autor no sea plenamente consciente de los elementos que introduce en su obra no es algo que desmerezca a esta ni en lo más mínimo; por poner mi ejemplo favorito, afirmar que algo hecho con consciencia dudosa invalida su valor artístico pondría en jaque la multiplicidad de narradores implicados en El Quijote y no creo que nadie en su sano juicio pretenda hacer tal cosa, pero, para continuar, habría que observar que las citas bíblicas son una constante en la cultura popular estadounidense, por lo que uno no sabría siempre identificar si la referencia en cuestión se realiza a través de una canción, película, novela, poema o a través de las Escrituras en sí. Un poco debe haber de todo ello, cuando el mismo Dylan se convirtió en un fanático religioso a finales de los años 70 castigando a los asistentes a sus conciertos con sermones de más de quince minutos, pero también cuando ha firmado canciones como Brownsville Girl con sus alusiones cinematográficas directas, obviando las menciones icónicas a la Bardot, la inclusión (no autorizada) de la imagen de Claudia Cardinale en la carátula original de una de sus publicaciones o con esa imagen tan querida por él sobre “the last radio playing” muy probablemente tomada de Ginsberg (al igual que la obsesiva lectura de su poema Kaddish en la única y malograda incursión de Dylan en la dirección cinematográfica, Renaldo & Clara): una cultura referencial de carácter enciclopédico que le es sistemáticamente negada por el público supuestamente culto pero que reluce cuando uno escucha a la gente proclamar sus versos favoritos de Dylan con la sorpresa de verlos recitando ideas que nunca son de Zimmerman, sino más bien parafraseadas por él: la más flagrante, por mayormente citada, ese “To live outside the law you must be honest” que en realidad procede de un diálogo cinematográfico a cargo de Robert Keith bajo dirección de Don Siegel en una película estrenada apenas 7 años antes que la canción donde es incluido. Cabe no menospreciar entonces la verdadera incidencia social de los textos (originales o parafraseados) de un hombre que ha visto ideas suyas dar la vuelta al mundo una y otra vez en calidad de emblemas políticos y sociales: su Maggie’s farm utilizada contra el gobierno de Margaret Thatcher o el celebérrimo “You don’t need the wheathermen/ to know which way the wind blows” utilizado como lema por el grupo SDS en defensa de la lucha armada contra el capitalismo.
EL PREMIO NOBEL
¿Realmente tiene sentido que a estas alturas alguien mantenga una posición encontrada hacia este (o cualquier otro) premio del ámbito académico? No voy a volver al asunto Obama-Nobel-de-la-Paz y otras cuestiones recientes manidas en exceso, aunque dado que tal vez la ocasión lo requiera podríamos ir a otros asuntos dudosos relacionados con la academia sueca con anterioridad: el eterno veto a Ezra Pound como castigo a su defensa pública de Mussolini o la dolorosa ausencia de Borges (abro paréntesis: ¿Es Borges, para quién esté leyendo esto, literatura sin duda alguna? Quién haya leído al argentino con un mínimo de atención comprenderá los motivos de mi pregunta, y a quién no la comprenda lo invito a investigar sobre el debate en torno a si su “bestiario” podría ser incluso considerado como un libro a ojos modernos). Sigo a título nominativo: Nabokov, cuyo Lolita nos enseñó a ciento y uno el poder erótico de los alvéolos y hasta qué punto la fonética podría excitar a un muerto, o la narrativa de las magdalenas anti-sensuales de Proust, pasando por los diferentes estadios de concupiscencia de Ibsen, Conrad, James y un largo etcétera.
Volviendo a centrarme, toda esta divagación acerca de lo ilícito de cualquier premio académico la realizo únicamente porque me ha resultado harto curioso que grupos como aquellos pertenecientes a lo ámbitos más supuestamente rompedores de la cultura (músicos experimentales, poetas sonoros, todo tipo de seres antes-conceptuales-pero-ahora-ya-después-de-la-posmodernidad-para-qué-quiero-yo-un-concepto) hayan puesto el grito en el cielo porque esta distinción (académica y, por lo tanto, profundamente burguesa y carente de relación con la realidad creadora inmediata) la haya recibido un “músico”, y yo pregunto: ¿No es absurdo que los creadores supuestamente más vanguardistas digan que Dylan es músico? Señores que se quejan del lenguaje tonal, del acorde como ente, de la forma tradicional, de la planificación misma de la misma forma. Es decir, ¿Es Dylan un músico? Desde luego me convence menos esta afirmación que la de que sea un poeta. Yo creo que si dices que Dylan es un poeta, Shakespeare se revolverá en su tumba en la misma medida en la que lo haría si dices que Ginsberg, Corso, Dámaso Alonso, Aleixandre, Maikovsky, Lorca mismo, eran poetas; pero si dices que Dylan es un músico, hasta el último de los cellistas que han pasado diez horas al día sufriendo la búsqueda de la organización estética del sonido debería sentirse seriamente aludido. Personalmente, no sé si Dylan es músico o poeta o ambos, pero lo que sí tengo claro es que afirmar tajantemente que ES una de ambas constituye un exceso; también observo que para profundizar en las referencias dylanianas he necesitado excavar en toda la tradición literaria del siglo XX, mientras para buscar sus fuentes musicales (que las hay y bien claras) necesitaré una pizca de blues, algo de folklore irlandés y poco más, sin que ello suponga desmerecer ninguna de estas disciplinas.
LA LITERARIEDAD
La literariedad, o simple y llanamente el conjunto de características que hacen que algo sea considerado “literatura”, es uno de los campos más fascinantes de los estudios lingüísticos, y aunque su consideración plena merecería la totalidad de la Enciclopedia Británica aunque sólo fuera para analizar sus implicaciones en este asunto, sí es interesante observar que la polémica en torno a Dylan ha atacado de lleno a la única definición plenamente válida de “literatura” (y que aún así acarrea ciertos problemas), la de Todorov. Sin meterme en asuntos excesivamente sesudos para la naturaleza de este artículo, pongamos que el señor Todorov dio en la clave al sostener que es literatura “todo aquello que funciona como literatura”; una perogrullada que, no obstante, es con diferencia la afirmación más brillante en su campo en todo un siglo de reflexión: será literatura todo aquello que, en el seno de una sociedad, sea comprendido como tal. No hay distinciones de estilo propias y excluyentes en la literatura (hoy todo el mundo escribe de manera más o menos embellecida en Facebook y no por ello es literatura, en principio – espero…) ni hay formatos físicos, ni formas, ni géneros, que en un principio definan un ente como estrictamente literario. Por lo tanto, concluye Todorov, es un conjunto de hechos más o menos cambiantes en cada época, sociales, formales, estructurales, los que hacen que un determinado “algo” sea considerado como literario por una determinada sociedad en un momento concreto.
Lo interesante para el caso: ¿Ha ido demasiado lejos la academia sueca al considerar literario algo que no “funciona como” literario? ¿Es ilícito que alguien se exceda en su compresión de qué es o no literario? Obvio resulta que para una gran parte de la población ni Dylan funciona como artefacto literario ni la cuestión de la literariedad puede ser tan fácilmente abordada.
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Yo creo que nos ha molestado profundamente que los académicos suecos, esos señores tan snobs que bien podrían “llevar en su hombro su propio gato siamés mientras cabalgan sus caballos cromados” han cometido un agravio al tratar de renovar, de cara a la opinión pública, el concepto de literariedad, siendo acusados de realizar tan sólo una maniobra de marketing (la cual, por otra parte, no pongo en duda, aunque si le hubieran concedido el galardón a Murakami no creo que hubiera sido por cuestiones artísticas exclusivamente, como si un señor que vende millones de discos fuera un producto comercial pero un señor que vende millones de libros no lo fuera). Es curioso que, para una vez que otorgan un premio útil, les haya salido una jugada parcialmente errada en la que se da una situación en la cual “la intelectualidad” (desde su atalaya de posición de ruptura con la cultura oficial establecida) le niega a Dylan su valía de renovación lingüística y su cultura referencial enciclopédica al tanto que es en realidad la academia sueca la que pone en tela de juicio la cultura oficial establecida, con la consiguiente protesta de “la intelectualidad”. Vivir para ver. Una “intelectualidad” que acusa sistemáticamente a las instituciones de retrógradas y obsoletas y que critican hoy más que nunca el que una institución se haya atrevido a formular semejante propuesta innovadora (y fundamentada). Supongo que no hay ni un solo profesional religioso en este mundo que no intuya que si el Mal no existiera habría que inventarlo para poder comer: el sueldo es el sueldo. Lo mismo ocurre con todo tipo de pose intelectual: necesitamos del gueto para poder diferenciarnos, tengamos o no motivos reales para vivir en él. Esta es una publicación de música contemporánea: sabrán bien a qué me refiero.
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