Aida, un verdadero espectáculo

(c) Javier del Real

¿Puede el montaje de una ópera verdiana ser clásico sin que se vea viejo, caduco o de otra época? Se puede y aquí está el montaje de Aida de Verdi en el Teatro Real estrenado hace 20 años para demostrarlo. Una afortunada reposición de una puesta en escena que en principio se hizo para demostrar las capacidades técnicas (y habitualmente infrautilizadas) de este teatro.

Esto se consigue, sin lugar a dudas, por la capacidad de su director de escena Hugo de Ana para crear imágenes sencillamente espectaculares, en las que se nota su formación en Bellas Artes y el conocimiento que tiene del pintor Alma Tadema. También se debe al tempo encontrado por Nicola Luisotti su director musical que solo desentona cuando tienen que sonar los platillos, en el resto hay belleza y sensibilidad que se debe a una lectura propia de la partitura que suena, por otro lado, verdiana.

El caso es que si se describe el montaje de forma superficial fundamentalmente se ven mujeres y hombres gordos cantando juntos o solos en la corbata del escenario con poco o escaso movimiento excepto cuando salen las masas corales o dancísticas. Descripción que coincidiría con la caricatura que se suele hacer de la ópera en general. Una falta de movimientos que para algunos críticos, de ópera, es la prueba fehaciente de que los cantantes (al menos los del primer reparto) no tienen capacidades actorales. Olvidando que algunos de estos cantantes ya han demostrado sus capacidades interpretativas más allá de la de cantantes en este mismo teatro, pues no es la primera vez que pasan por él.

En estos casos hay que recordar que teatro y escena no significan movimiento, para acá y para allá, frente al estatismo de un concierto. Significan crear un arco dramático por el que los personajes cambian de un estado de conciencia a otro. Esa es la acción dramática de todo lo que suceda en un escenario y se representa.

¿Se ve esa progresión, ese cambio en escena? Se ve y se oye. De ahí esa variación en alguna de las voces, esos cambios de registro, o la consistencia de otras de principio a final. A medida que la verdad se va desvelando. Una verdad que el espectador sabe desde el comienzo y que es que Radamés, el guerrero que defiende con éxito a Egipto de los etíopes, no quiere a la princesa y sacerdotisa egipcia Amneris con el que se le promete, sino a la esclava de esta, la princesa etíope Aida. Porque lo interesante es el proceso, como dirían nuestros contemporáneos. En este caso el proceso por el que el mejor guerrero del país o una princesa se exponen al amor de una sola persona y al rechazo de toda una sociedad. En esa máxima romántica que llega hasta nuestros días de hacer lo que queramos y lo que nos resulta propio a nosotros mismos.

Esa razón de ser y de sentir cómo somos frente a una sociedad que dice a cada individuo cómo ser y cómo sentirse, estandarizándolos. La (sin)razón de los que se suele identificar con nuestros bienes, frente a la razón de todos nuestros males. Por eso, esta Aida es monumental (en general, todas lo son).

El monumento como la expresión colectiva y social de la polis. La representación estática de la misma (da igual que se trate de una pirámide o de un rascacielos, de un altar egipcio que de un retablo). La monolítica visión que no permite que corra el aire y para ello azuza el miedo, un miedo que petrifica, nos hace piedras, nos convierte en monolitos socialmente hablando.

Ofrece, pues, este montaje, bellos entornos en los que la música escrita por Verdi pueda suceder, en vez de simplemente sonar. Esto significa que la puesta en escena se tiene que dotar de un tiempo y un espacio concretos, un contexto. Elementos que suelen guardar un difícil equilibrio que, sin embargo, se consigue en esta propuesta de una manera rotunda para que lo que suceda en escena, artificio puro y duro, espectáculo, resulte real y emocione, como ocurre en esta Aida. Algo que se nota por ejemplo, en una cosa tan simple como que el telón plateado con motivos egipcios usado en estas representaciones va haciéndose cada vez más bello, a medida que pasa el tiempo, pasa la obra, suena la orquesta y los cantantes y el coro cantan. Y es solo un ejemplo.

 

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