Billy Budd ¿tenemos elección?

(c) Javier del Real

Aplausos y más aplausos. Eso es lo que recibe la nueva producción de la ópera de Billy-Budd de Britten basada en el relato de Melville que se ve en el Teatro Real, donde se programa por primera vez en todos sus años de historia. Producción que muestra lo que Joan Matabosch, director artístico del teatro, es capaz de hacer cuando esa profesionalidad que le caracteriza deja espacio para el arte. El arte lo ha traído de la mano de la directora de escena, Deborah Warner, y el director musical, Ivor Bolton, sobre el que ya no deberían quedar dudas sobre su elección después de escuchar como suena esta producción. Y claro está, desde el escenógrafo al coro infantil, pasando por todos y cada uno de los cantantes hasta la joya de la corona del Teatro Real, su coro.

De hacer caso a algunas de las críticas de los periódicos más difundidos, esta corriente de opinión no fue tan favorable el día del estreno. Tal vez lo que cuenta esta ópera y como se cuenta y se canta no es lo que un espectador de estreno espera. Un público que debido a los precios de las entradas seguramente se identifique con el protagonista, el Capitán Vere, el narrador que cuenta la historia. Culto, refinado y responsable de aplicar la ley del soberano. Una ley que cree que no puede modificar pero que le toca aplicar y que sabe que no siempre sirve para ser humano.

Verlo en escena con la claridad que la ha montado Deborah Warner gracias a una escenografía compleja en su sencillez de Michael Levine sobre la que mueve a los cantantes y al coro. Escucharlo con todos los matices y variedades de sonidos que puso Britten, el compositor, gracias a la dirección de Ivor Bolton suponen adquirir una conciencia. Ser conscientes de cómo funciona la maldad en el mundo y el papel que el deseo de hacerlo bien, siguiendo los procesos y los procedimientos, de ser “legal”, juega en que esa maldad triunfe. Arrasando con todo lo humanamente bello y bueno que pille a su paso.

Esa es la historia. La de William Budd, Billy, reclutado a la fuerza como marinero de guerra para el buque “Indomable”. Que muestra las aptitudes, las habilidades y el compromiso para ser un buen marino y tener carrera, desarrollo profesional que dirían ahora. Aptitudes que se ganan el aprecio de los que gobiernan el barco, sobre todo del Capitán Vere, a la vez que se gana el aprecio de sus compañeros con su ánimo y su bondad. Combinación excesivamente atractiva para el mal. Un mal que se ve amenazado por lo bueno y por lo bello. Un mal que tanto esfuerzo pone por crear el infierno en la tierra que no puede dejar, ni por un instante, que la bella bondad de Billy Budd se pasee y triunfe. Se convierta en ejemplo. Un mal que encuentra un aliado en el accidente y la casualidad.

Todo eso está en el libreto y en la música de una manera excepcional. Colocados con la libertad necesaria para contar bien una historia. Entender, por tanto, que esto no es solo música, sino teatro, necesitado de una lectura inteligente a la vez que emocional tanto de la directora de escena y del director musical (el que se lleva las manos al corazón y a las tripas removiéndolas cuando se tiene la oportunidad de hablar con él sobre la forma en la que ha dirigido). Los mismos que muestran una actitud de extrañamiento ante las preguntas que reciben durante la rueda de prensa. Entre las que destaca esa que le hacen a Ivor Bolton sobre si en su interpretación ha desvelado el misterio del intrigante si bemol de la partitura.

Viendo y escuchando la opera en escena la respuesta es claramente “No”. Un misterio no se puede resolver. No es una intriga. No es un secreto que haya que desvelar. El misterio solo se puede apreciar y dejar que nos confunda aclarando nuestros sentidos y nuestro pensamiento. En este caso, el misterio de que ser bueno y hacer el bien es incompatible con hacerlo bien de acuerdo a las leyes, normas y costumbres que nos damos los seres humanos. Lo que el cineasta y escritor Alexander Klugue llama el hueco que deja el diablo, el hueco por el que la maldad infecta y nos infecta y nos hace ser peores personas.

La aparente sencillez (muy aparente, ya que la combinación de músicas, instrumentos, movimientos que tiene la partitura no es nada sencilla) de la música de Britten hace resonar todo lo anterior en el interior del espectador. Lo hace gracias a un equipo artístico bien escogido y comprometido, no con hacerlo bien, sino con hacer arte.

Por tanto, es normal que se salga de esta producción consciente o inconscientemente conmocionado. Al ver actuar el mal ante nuestras narices. Al ver el papel que cada uno de nosotros jugamos en que ese mal campe a sus anchas, apelando a la responsabilidad moral de la que habla el dramaturgo Juan Mayorga. Esa que nos hace responsables no de nosotros sino de todos los seres humanos.

Resulta fácil reconocer en el Capitán Vere y en el resto de los mandos de la tripulación a esos otros que salen todos los días en los telediarios justificando sus actos como hombres y mujeres de estado, hombres y mujeres de partido, hombres y mujeres de empresa que se ajustan a una legalidad, a un código, a un procedimiento que le ha dado el pueblo, los compañeros, los accionistas, todos ellos soberanos, que impide, en definitiva, la vida. La vida humana. Argumentos que dejan huecos por los que siempre pasa el diablo para hacer daño, para hacer el mal. Mientras, Billy Budd canta en la prisión “Look! Through the port comes the moonshine astray” y solo tienes ganas de llorar de impotencia, de rabia y de amor por una vida que merezca y que merece la pena ser vivida y que se empeñan en arrebatarnos. Esa que se vislumbra como el rayo que entra en el calabozo en que está encerrado Billy mientras el “Indomable” se dirige al ocaso que precede la fuerza de un día claro.

 

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