Bomarzo, una monstruosa belleza

(c) Javiel del Real
Cuando se acude al estreno de una ópera o una obra de teatro se asiste a los nervios, la expectación, la reacción de un público de estreno, que tiene que mostrar su desagrado o su placer y hacerse ver. En cualquier otra representación se eliminan todos estos elementos. Así, cuando uno se sienta y empieza la ópera a telón bajado, como ocurre en este caso, desaparece el ruido y solo queda lo que sucede en el foso, en el escenario y en el público.
Bomarzo, la ópera de Ginastera con libreto de Mújica Laínez que por fin se estrena en el Teatro Real, comienza sonando maravillosamente. Algo que continuará durante toda la representación. Independientemente de que los recursos compositivos pertenezcan a una época o a otra. Sonoridad que David Afkham, el joven director de la Orquesta Nacional de España, muestra de una manera cool y relajada pues lo importante es que la música suene como tiene que sonar. La que hace que la percusión en esta obra sea un elemento sonoro más, algo que no suele suceder en este teatro. Permitiendo al espectador mostrar su gusto o su disgusto por el estilo musical, que tiene que ver con sus filias o sus fobias personales, antes que por cómo se ha interpretado la partitura en el foso.
No ocurre lo mismo con la puesta de Pierre Audi. Es chocante en su presentación, augurando la fallida dirección de Tambascio para El emperador de Atlántida la temporada pasada en el mismo teatro. Pero poco a poco uno se va dando cuenta de la coherencia y de la necesidad de la puesta. De cómo, una vez aceptada la gramática propuesta por el director de escena, las imágenes y ese video omnipresente de Jon Rafman, también fluyen. Que su aspecto, en cierto modo vintage, una especie de oscuro arte pop, tiene una poética que añaden música a la música. Que a pesar del aparato lo que busca realmente es la voz, la simple voz, reivindicada en ese momento de la obra que el barítono Germán Olvera canta desnudo en lo más alto del escenario. Colocando la voz, sin ropa, sin nada que no sea cuerpo y mente humana, en un pedestal, por encima de todo. O colocando el grito final de Pier Francesco Orsini, el protagonista de la obra, en un escenario por lo demás completamente desnudo y, aquellos espectadores que se hayan dejado llevar, gritando mental y coherentemente con él, en resonancia, por una vida bucólica. La vida de los pastores en el campo con sus ovejas. Una vida con poca Historia.
Sentado en la butaca, a pesar de la leve irregularidad de las voces, oyendo lo que sale del foso, oyendo a ese coro (al titular – que debería recibir reconocimiento oficial ya – y al infantil), viendo esa puesta, en la cabeza aparece la palabra belleza varias veces. Y cuesta entender las críticas más bien negativas que ha recibido este montaje entre las que predominan las descriptivas y llenas de datos frente a las reflexivas. Cuando son estas últimas las que permiten destilar los sabores, los perfumes, las imágenes y la música en la memoria. Las que alejan la ópera de la cultura del consumo rápido y del fast food, en general, y la convierten en lo que debería ser, un elemento más para entender lo que pasa y lo que nos pasa.
Esta obra lo hace a través de Pier Francesco Orsini, el personaje que la protagoniza, víctima de un destino que le han profetizado. Una inmortalidad que ni quiere ni necesita pero que alienta su deseo de ser más grande, más alto, más fuerte, algo que su joroba le impide ser. Destino por el que no dudará en someterse voluntariamente a los deseos de los otros. Primero a los deseos sexuales de sus hermanos. Después a los deseos de un padre de que se haga un hombre de una vez por todas, por lo que le manda a Florencia a que goce de los abrazos, los besos y el cuerpo de la mejor y más conocida ramera de la ciudad. A los deseos de su abuela para que emparente a la familia con el Papá, el heredero de Jesucristo. A los deseos de una sociedad que le hace duque de Bomarzo.
Un personaje empujado a ser y desear ser más grande de lo que es. Y en ese someterse se va perdiendo y perdiéndolo todo, hasta sí mismo en ese monstruoso jardín de esculturas amorfas, deformadas como él, que construye en el palacio, viéndose como un monstruo porque no es capaz de ajustarse a los parámetros de una sociedad que ve en la diferencia y en la diversidad una amenaza antes que belleza. Una sociedad que no ve lo que en términos contemporáneos se llamaría una oportunidad. Una sociedad asustada como la actual. Esa que vota con miedo en Europa y Estados Unidos y que se agarra a la tradición antes que al contrato social firmado por hombres libres de ataduras, hombres que en palabras del filósofo José Luis Pardo serían unos don nadies sin nada.
Eso es lo que suena y lo que se ve en el Teatro Real. Toda esa oscuridad de nuestro mundo, todo esa intriga precivil que tan bien entiende su protagonista al final. Sabiendo que lo único que quedarán de él serán unas piedras, representación monstruosa de su belleza, como lo es esta partitura. Piedras que hablarán, que contarán la historia del protagonista. Una historia trágica de muerte y destrucción sin tregua.
Tal vez los censores de la dictadura argentina eran más listos que lo que nos hemos dejado pensar y fueron capaces de entender el mensaje subersivo que encerraba esta música y este libreto al mostrar cómo la vida, la que merece la pena ser vivida, nada tienen que ver con el asesinato sistemático ni la ostentación de poder basadas en la consecución de una solución final que nada resuelve. Que todo lo que se hace para alcanzar ese gran destino está condenado al fracaso por mucho sufrimiento que produzca antes de la llegada de ese fracaso. Por eso es tan bella esa canción pastoril que abre y cierra esta ópera. Esa que canta a la vida sencilla, aburrida y contingente de los humanos. La que nadie puede comprar, pues solo puede vivirse.
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