“Capriccio”, ¿qué va primero? ¿La gallina o el huevo?

(c) Javier del Real
Expectativas muy altas las que había suscitado este Capriccio de Richard Strauss que se podía oír y ver por primera vez en el Teatro Real. Con una muy interesante rueda de prensa, todo hacía presagiar lo mejor. La crítica oficial e inmediata de los periódicos de gran tirada nacional así lo certificaba. Los elogios no paraban de salir de las imprentas junto a una gran argumentación teórica, académica e historicista.
¿Se ve y se oye todo eso en el teatro? Definitivamente no. Lo que se ve es oficio, buen hacer, listeza más que inteligencia, posibilismo más que posibilidades para contar una historia metaoperística. Planteando una pregunta dicotómica, una de tantas que produjeron tantos grandes y graves problemas en el siglo XX. La pregunta es ¿la ópera es antes palabra o música?
Capriccio no responde a la pregunta. Solo la plantea y, aunque hay una corriente que dice que en el aria final la condesa protagonista deja intuir que la música, lo cierto es que es una ópera llena de conversaciones, palabras recitadas que se acompañan de un background musical. Lo que le da cierto aire de película con una sempiterna banda sonora. Impresión a la que contribuye la forma en la que Asher Fisch dirige la orquesta del teatro. Y Christof Loy también la apoya con esa protagonista que además de la cantante, desdobla en dos. Una adolescente que baila como en la película de Las zapatillas rojas, es decir, no puede dejar de bailar. Y una mujer madura que se mueve con su moño como si fuera Deborah Kerr o Tippi Hedren (la de Los pájaros de Hitchcock).
Todo esto para contar la historia de una condesa que no es capaz de decidirse por un poeta, metáfora de la palabra, o por un compositor, metáfora de la música. Una mujer que en su cumpleaños recibe un soneto del poeta, un montón de palabras que para ella no alcanzan dimensión hasta que el compositor les pone música. Aunque es consciente de que si no hubiera usado esas palabras con esa forma concreta el compositor no habría podido poner la música.
Frente a este dilema está el hermano. Al que esta discusión le parece una solemne tontería. Para él está claro que la ópera son canciones bonitas, diversión. Y si son cantadas por tías buenas (perdonen esta expersión coloquial y callejera, pero se ajusta como un guante a lo que se ve en escena) mejor que mejor. De hecho se presta a subirse a escena, a interpretar, para conocellas y burlallas, que diría Cervantes. El uso de la música para ligar es de por sí un clásico. Incluso el de la música clásica instalado en el imaginario colectivo por esa escena de La Traviata de la película Pretty Woman. Usado por hombres de toda condición, no tienen porque ser ni parecerse al personaje de Richard Gere. Estrategia que encuentra en el otro lado beneplácito.
Y, por si fuera poco, entra en juego el director de escena, La Roche. El responsable de montar lo que el poeta y el compositor han creado. Personaje que se cree conocedor de lo que funciona o no en el escenario y de ser el que da la cara ante el público y, por tanto, se siente con la potestad de pedirle al poeta que cambie el texto. Lo hace por el bien de la obra y del poeta. Cambio que irremediablemente tendrá que ir acompañado modificaciones en la música. Personaje este, La Roche, que para convencer al conde de que apoye la obra que van a montar, le habla de lo fácil que resulta conocer chicas en un ambiente como este.
Por todo lo anterior esta ópera se ha convertido en un hito cultural. Proporcionando un debate sobre el cómo se hace lo que se hace que a día de hoy sigue muy vivo tanto en la escena como en el arte contemporáneos. Para muestra, el espectáculo de danza Las palabras y los cuerpos de Lucas Condro visto recientemente en la Cuarta Pared.
Un debate que el director de escena monta haciéndolo digerible para el espectador masivo que necesita un teatro tan grande como el Teatro Real. Un público que muestra querencia por la ópera de repertorio más común, en vez de por este debate tan contemporáneo sobre los materiales y las formas con las que se construye el arte y que nos significa como humanos. Lo hace llenando el escenario de criados, bonitos muebles, ni muchos ni pocos, y trabajando la interpretación actoral del elenco. Consiguiendo un hito con Crhistof Fischesser y su creíble La Roche, el director de escena. Lo hace con esa metáfora del tiempo que son la bailarina adolescente, la joven condesa y la condesa madura. Las tres son la misma pero en distintos tiempos, introduciendo una metáfora escénica que no se acaba de ligar con el libreto y que se ha interpretado como el paso del tiempo, de lo que poco se habla en la obra ni en la música.
Si a esa digestión previa se añade una cantante que en la segunda representación tardó en estar al nivel del primer día, de hacer casos a las crónicas que se publicaron, y una música que parece sonar la mayor parte del tiempo en contra de lo que se dice en esas conversaciones, como en sordina, como esa banda sonora que se mantiene durante toda una película, el resultado final, parece fallido.
Fallido porque como mucho servirá para que algunos de los espectadores lo comenten durante la cena postoperística que qué va primero, la gallina o el huevo, la música o la palabra. Incluso, que lo comenten en su entorno más aficionado al género. Pero no irá más allá, porque este montaje no provee de food for though (alimento para el pensamiento). Provocando un debate de salón o de casino de provincias que se perderá como gorilas en la niebla.
Lo que no impide que, siguiendo a la prestigiosa prensa oficial, el público aplauda y salga contento de la representación. Ya que se ha evitado cualquier riesgo verdaderamente artístico que trabajase no sobre lo sensiblero, sino sobre la sensibilidad y lo sensible. Una sensibilidad que aceptase, por ejemplo, la libertad de esta mujer a querer a los dos hombres sin necesidad de renunciar a ninguno. Una tragedia social, porque no está bien visto ni hoy, a la que no le falta su gracia, su posible humorada, frente a una sociedad que anima a los hombres que no solo puede desear a una, sino a muchas y, si es posible, catarlas a todas. Donde el simpático director de escena de La Roche, con su conocimiento de cómo funciona el mundo, se convirtiese en ese mandarín que marca la tendencia para mantener la costumbre, las cosas en su sitio o recolocarlas a capricho, como en este montaje.
Porque la ópera es palabra. La ópera es música. Pero, la ópera, cuando es buena, es mucho más. Es otra cosa. No trata de resolver dilemas entre la gallina y el huevo, sino que trata de contar dramáticamente a través de palabras mediadas por la música el misterio que hace que como humanos nos hagamos esa pregunta, ese dilema.
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