Carmen, un pájaro que no se rebela ni se revela

(c) Javier del Real
Sentarse ante una Carmen de Bizet y que lo que pasa en el escenario y en el foso interese poco a nada ¿a qué se debe? Ese es el caso de la Carmen que se puede ver en el Teatro Real. Ha envejecido mal, muy mal, este montaje que Calixto Bieito hizo el siglo pasado (1999). Montaje premiado y apreciado, sobre todo en aquella época en que se reivindicaba el feísmo o el dirty chic, motivo por el que lleva recorriendo los escenarios desde entonces. A lo que no le acompaña la dirección rutinaria de Marc Piollet en el foso que vuelve a hacer caer a la orquesta en una percusión de chim-pún que tanto se confunde con lo que es la ópera.
El motivo que suele haber detrás es siempre el mismo la lectura que se hace de la música y el libreto. En el caso de esta ópera, tanto la una como el otro están pidiendo exceso, emoción, riesgo en la interpretación. Por eso, llama la atención la pobreza escénica y dramática con la que está montada. Sin dudarlo, viéndola y escuchándola, se puede decir que menos es menos.
Es decir, la reducción de elementos escénicos al mínimo posible he incluso menos, no potencian la comprensión de una música y un texto. El misterio de Carmen y el de Don José siguen sin rebelarse. Parece que se enamoran y desenamoran como podrían haberse comprado una bolsa de pipas o no habérsela comprado. Ni siquiera las transacciones sexuales, como elemento del mercado, resultan contadas. Suceden y punto. Pero podrían no haber sucedido y habría dado lo mismo. Y la música, machaconamente reitera que aquí pasa algo.
Porque en el mundo hipersexualizado y cutremente monetarizado que propone Calixto, los soldados, que en esta versión son legionarios españoles, solo hacen que tocarse el paquete y las mujeres usar sus atributos sexuales para conseguir lo que buscan, son unas busconas. Apuesta por la materia humana antes que por el espíritu humano. Y así, es cierto que evita el tópico, pero no la caricatura de los personajes. Por ejemplo, niños pintados y vestidos como sucios no es suciedad. Niños con platos de latón de estilo carcelario, ni es hambre ni es pobreza. Una Micaela con pantalón de chándal, no la convierte en una mujer de clase media baja.
Entiéndase bien, no es que no se comprenda la historia, la anécdota. El triángulo amoroso entre el militar José, la gitana Carmen y el toreador Escamillo en un entorno de lumpen y de cuatro cuartos. Pero ¿qué enamora a José para seguir a Carmen en su vida errante y de menudeo? ¿Por qué cambia una vida de leyes, y por tanto libre, por una vida sin ellas y, por tanto, de mucha necesidad? ¿Qué busca Carmen, si es una buscona, en Escamillo? ¿Cubrir la necesidad, material y sexual, que José ya no puede cubrir desde que desertó? Dicho con palabras que se acercasen a este montaje, ¿busca un hombre con más huevos? Preguntas que no responden ni la propuesta escénica de Bieito ni la musical de Piollet.
La conclusión es que la música y el libreto van por un lado. Mientras que la dirección musical y la escénica van por otro. Por lo que el encuentro (aunque fuese un desencuentro dramático) que todo teatro musical exige para poder contar, para poder decir, no se produce. Y los esfuerzos de los cantantes por interpretar más allá de solo cantar, al menos los del primer reparto, caen en saco roto dejando, eso sí, en el recuerdo alguna que otra bella canción entre la que, por desgracia, no se encuentra el famoso aria “El amor es un pájaro rebelde/ L’amour est un oiseau rebelle”. Ah, los coros, el del Teatro Real y de los pequeños cantores de la ORCAM, bien, muy bien, malacostumbrando a sus espectadores.
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