C(ielo ras)O, un CO que deja KO

Comienza el Festival Territorio Danza en la Cuarta Pared. Lo hace con un díptico formado por las dos últimas creaciones de la compañía Cielo rasO. No hay tanta gente como en otros estrenos en esta sala. Se puede elucubrar sobre las razones de esta asistencia. Puede achacársele a la situación política en la que se estrenó, a la multitud de convocatorias que hay en Madrid o a que no se trate de una compañía excesivamente conocida. Aunque, quizás, la verdadera y única razón pueda ser el poco interés que la danza provoca en el público en general y en la crítica teatral en particular. Ellos se lo pierden. Y más en este caso.

Porque esta compañía merece ser conocida y su trabajo disfrutado. Un trabajo basado en el cuerpo, su movimiento en un escenario al compás de unas composiciones musicales elegidas a cuchillo. Cuerpo que moviéndose crea espacio, crea imágenes, crea belleza en un movimiento acompasado.

Tanto Tormenta, la primera que se presentó, como Jardín de invierno, la segunda, tienen un prologo similar. El prologo de un cuerpo, solo uno, en escena. Un cuerpo que mueve músculos. Desde la leve contracción de un pectoral en Tormenta, irónica y graciosa señal muscular, el guiño que todo musculitos hace en un gimnasio, hasta el movimiento que rítmicamente estira y flexiona la espalda en Jardín de invierno. Un movimiento que en esa tenue luz hace pensar por momentos en una ballena solitaria en el mar o en un fantástico monstruo marino o lacunar culebreando. Cotidianidad y poesía. Cotidianidad e imaginación.

Una total declaración de intenciones en un mundo corporal que se desarrolla en un entorno de objetos insólitos para bailar. Como los vasos que en Tormenta ocupan disciplinadamente el escenario. Vasos que la imaginación del coreógrafo, Igor Calonge, convierte en unos improvisadas zapatillas de ballet sobre las que se irá elevando la bailarina. Una elevación ralentizada en el tiempo por ese ir acumulando vasos en los pies mientras la sujeta el bailarín protagonista. Como si de un ballet clásico se tratase, el elevando a ella, ya que no hay modernidad sin tradición, sin los clásicos.

Coreografía en la que dos hombres compiten por la única mujer en escena. Un triángulo amoroso en el que la mujer salta de uno a otro y de otro a uno. Mujer que se sustenta, se agarra, se sube al cuerpo inmutable de un hombre que se mantiene erguido sobre el suelo. Hombre que apenas gira para ofrecerle unos labios, una mirada. Hombres y mujeres que hacen jettés tumbados en el suelo. Como si el suelo, de repente, se convirtiese en la pared, en el fondo del escenario.

Gramáticas corporales que se repiten en Jardín de invierno, el segundo trabajo presentado. Coreografía en la que los vasos han sido sustituidos por globos llenos de helio que se mantienen unidos al suelo por hilos casi invisibles. Hilos que se desprenderán del suelo y se enrollaran en los cuerpos de los bailarines haciendo que los globos les sigan en sus movimientos. Cuerpos ligeros como globos ligeros. Movimientos que se recortan sobre la mítica pared del fondo de esta sala que hacen que, por muchas veces que se haya estado en ella, la vuelvas a mirar como si fuese la primera vez porque lo que se ve en escena, lo que hace esta compañía parece visto por primera vez, a pesar de sus referencias, entre las que Pina Bausch y Susanne Linke resultan inevitables.

Así van conformando en ambas coreografías sencillos territorios míticos. El del tormentoso triángulo amoroso y el de un jardín en invierno en el que jugar o emparejarse. Espacios atravesados por una animalidad corporal. Como esos dos cuerpos a cuatro patas que en Tormenta se golpean como verracos. Como esa bailarina que a cuatro patas atraviesa en diagonal el escenario, que mueve el pie como mueve la mano, en Jardín de Invierno. Algo que se hace lento pero que por algún motivo resulta como una ensoñación en medio de la inquietante quietud o la activa actividad que estos bailarines despliegan en escena.

Estado que se resume muy bien en la escena de Jardín de Invierno en el que cuatro bailarines se mueven por el escenario andando bocarriba y a cuatro patas mientras hinchan globos. Movimientos a los que le saben quitar todo lo que tienen de acrobáticos, de circenses, añadiendo una nota de color, un color que va ocupando visión a medida que los globos por el aire, poco a poco, aumentan de tamaño, hasta que los bailarines los sueltan de la boca y salen volando y pedorreando hasta caer al suelo. Como diciendo que los seres humanos somos un movimiento y una respiración inflándose y desinflándose. Dejándose caer como un triste y simple pellejo. Melancolía y cierta tristeza que provoca entusiasmo, mucho, y felicidad, más.

 

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