Contra la separación del habla, la música y “todo lo demás”: una aproximación a la semiótica del sonido de Theo van Leeuwen

Theo van Leeuwen, en su libro Speech, Music, Sound (Macmillan, 1999) explora algo que, a mi juicio, todavía no está integrado en la práctica compositiva de forma generalizada: se trata del “fundamento común” del habla [speech], la música y otros sonidos. A su juicio, han sido considerados siempre de forma separada mediante disciplinas que se encargan de cada uno de ellos. Es algo que él llama “purismo semiótico”, que incide en la separación entre la música y “el resto de la vida”. De este modo, la música era considerada como “la vibración regular y periódica” frente al resto de sonidos que, por contraste, eran “irregulares y no periódicos”. La música contemporánea, como ya ha sido explicitado desde, al menos, aquel El arte de los ruidos de 1913, ha tenido al menos la capacidad de poner en duda la definición de música desde este parámetro de ordenación, regularidad y periodicidad. Es decir, de eliminar el peso de lo “armónico”, en términos griegos (o sea, tal y como lo recoge la RAE “Equilibrio, proporción y correspondencia adecuada entre las diferentes cosas de un conjunto”) para la definición de la música y su cruce con la vida cotidiana. Este aspecto me resulta fundamental remarcarlo. La separación entre la música y “lo demás”, como decíamos, ha provocado no solamente la eliminación del “ruido” o sonidos “no musicales” del espectro musical, sino también, como detecta van Leeuwen –y ahí está el quid de su propuesta– también el sonido que somos, nuestra habla. La unión entre los tres aspectos subraya el intento que se lleva haciendo desde hace unos años por parte de los teóricos de la voz (sobre todo Dolar, Cavarero y Karpf –sobre los que hablaré, por cierto, en el próximo Simposio de la AMEE en Madrid, por si tienen interés) de mostrar que cierto concepto de música ha olvidado la voz como sonido único y no solo como portadora de un contenido “espiritual”. Es decir, de que la voz también ha sufrido, como la música, de verse separada de “todo lo demás”.

La propuesta de van Leeuwen consiste en desarrollar un nuevo modelo semiótico que permita trazar este lugar común de los tres elementos y que no tome elementos visuales: una semiótica del sonido en un sentido radical. Es imposible aquí desarrollar en detalle cómo lo traza sin poner en peligro la paciencia de los lectores, aunque sí trataré de destazar algunos de los elementos fundamentales. Él parte de la asunción de que la semiótica a la que él se adscribe asume que “los recursos del lenguaje no están vinculados a un medio específico”, es decir, que el lenguaje puede emerger desde diferentes materiales y, sobre todo, “procesos materiales”. Lo que le interesa es pensar cómo se establece una distancia entre lo que se encuentra en ese “proceso material” y lo que abstrae de él, es decir, su “dematerialización”. Justamente, eso sería lo que ha sucedido con la música y el habla con respecto al “resto de sonidos”: una paulatina dematerialización tanto de su relación con el sonido “en tanto sonido” –y no en tanto otra cosa, como “significado”, “lenguaje”, etc. Van Leeuwen se pregunta, por tanto, cómo la semiótica debería encarar el significado como “potencial de significado experiencial” [experiential meaning potencial] basada “en la materialidad del medio y en nuestra experiencia corporal de tal materialidad”. Su punto de partida es considerar el sonido como “medio” [médium] (como es habitualmente comprendido) y como “modo” [mode], pues ambos representan “lo concreto y lo abstracto, lo representacional y lo interaccional, lo cognitivo y lo emotivo” respectivamente. Lo que sí deja claro es que la doble definición de sonido va “de abajo arriba”, esto es, no hay un “modo” sin un “medio” pues, en tal caso, la apuesta por la materialidad se desvanecería.

Otra de las modificaciones que quiere establecer para su semiótica del sonido consiste en el significado y alcance de significado (valga la redundancia). Se distancia de la fijación de significado como el establecimiento de reglas o el recurso a la autoridad, ya sea de “la convención, la tradición o el origen”. Para él, el “productor del signo” [sign producer] y el “intérprete del signo” [sign interpreter] están “envueltos en el mismo tipo de actividad”. Según él, en contextos no sonoros, hay un cruce entre momentos únicos, donde se trasgrede la cotidianidad, y la experiencia más habitual, que implica en la aceptación de constricciones sociales y la aplicación de recursos más o menos evidentes para nosotros para producir e interpretar signos. Pero, a su juicio, en el sonido se abre la posibilidad de pensar esta cotidianidad de producción e interpretación cuando se penetra en él específicamente. Para él, el sonido es un “terreno semiótico inexplorado”, en la medida en que en la mayor parte de los casos, el sonido se considera asemiótico [unsemiotic], en la medida en que se considera meramente como una “acción mecánica” o algo “arbitrario” o, en el caso de la música, se considera que tiene un significado per se que trasgrede su elemento meramente sonoro. Su propuesta, entonces, se dirige a pensar qué significa un sonido en tanto sonido, algo que no solo modifica la idea de sonido, sino sobre todo la de significado. Lo que me sugiere esta lectura es siempre la pregunta: ¿se puede seguir hablando de significado en sentido tradicional? ¿Parte la noción de signo de una relación visual? ¿tiene que ser todo signo visual o podemos pensar realmente en “signos sonoros”? Un signo, al fin y al cabo, es una marca, una seña, y su origen viene de la palabra “seguir”. ¿Debería, entonces, todo signo entenderse como un rastro, como parece que se puede extraer en cierta manera de Derrida, por ejemplo? El problema de la conversión del sonido en signo puede estribar en la jerarquización de los sonidos, en mostrar aquello a lo que el oyente debe atender. Para ello, analiza sobre todo ejemplos de la relación entre el sonido y las imágenes. Lo que él plantea es que, justamente, el sonido en tanto signo no debe ser entendido desde tal jerarquización, sino desde esa experiencia corporal que modifica “nuestra relación con lo que oímos”.

Para él, esta modificación del signo para el sonido se constituye cuando se asume que el sonido “nos invade”, con el “registro de la interioridad sin violación” que él propicia. Esta invasión implica que la relación con el sonido tiene un carácter de inmediatez que la visión no consigue: “estamos involucrados y conectados con el mundo de los sonidos y resonando con él”. De este modo, parece que pone la atención no tanto en lo “que se presenta o representa mediante el sonido”, esto es “su fuente” (¡incluso, aunque no lo nombra explícitamente, la negación de la fuente, como en la escucha acusmática!) o “lo que significa esa fuente”, sino qué relación material se establece con el sonido que luego es entendido como signo de algo.

Retomemos el inicio de su propuesta: el habla, la música y “todo lo demás”. Su propuesta trata de poner en evidencia que todo evento sonoro “incorpora elecciones”: en primer lugar sobre el lugar que ocupa tal sonido y su significado en la constitución de tal evento y, por otro lado, en su articulación. Él no propone herramientas para decodificar tales elecciones, como si hubiera significados “ocultos” o “detrás” de los sonidos –algo  que, por ejemplo, está a la base de la hermenéutica clásica–, sino plantear en qué consistiría su “potencial de significado”. Por tanto, el punto clave desde el que nos propone reflexionar sobre el sonido no es tanto sobre el potencial “comunicativo” del sonido, sino sobre su carácter material.

 

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