Convicción nº 3. No creo en la educación musical (II)
En el primer episodio dedicado a la desconfianza en la educación musical que mantengo desde mi estado de ignorancia, declaraba la existencia de una sociedad que rechaza de manera lacónica toda aquella expresión que ponga en cuestión o se aparte del repertorio mayoritariamente aceptado. Decía entonces que adolecemos de una cultura obtusa, exigua y paleta en lo sonoro que provoca una “sordera endémica” ante el riquísimo entorno musical circundante.
Podríamos decir que, en un escenario como este, el sujeto define una percepción simple y extremadamente pobre del concepto “música” y rehúye de todo aquello que no se ajuste a él. Y no solo me refiero al paisaje sonoro, al que aludía específicamente en mi anterior artículo. Desde esa posición cualquier persona se siente legítimamente autorizada no solo para opinar -algo sano y saludable por otra parte- sino también para juzgar, sentenciar y condenar a la más infame de las hogueras todo aquello que considere alejado de su imaginario personal o colectivo.
Más allá de la condición antropológica y sociológica de una conservadora defensa de lo conocido, esta suerte de “xenofobia musical” conlleva, al mismo tiempo, un ataque furibundo a lo ajeno y, en definitiva, a todo aquello que se ignora. Esto ocurre por dos razones, fundamentalmente:
La primera de ellas tiene que ver con lo que Arnold Schönberg -compositor de una maestría innegable, aunque no sea santo de mi devoción- manifestaba en el prólogo a la primera edición en 1911 de su imprescindible Harmonielehre: “Nuestro tiempo busca mucho. Pero ha encontrado ante todo una cosa: la comodidad”. Efectivamente, cualquier proposición -musical y artística- que se adentre en el terreno de lo desconocido -si aun hoy significa algo este término- tiene asegurado el rechazo mayoritario del espectador/oyente, ya que lo sitúa en esa parcela de lo incómodo. Y es que la creación contemporánea -la de vanguardia- solo puede ser apreciada por una minoría elitista “militante”, por un grupo de elegidos que -tras ser tocados por una varita mágica- muestran una cualidad inusual y poco valorada, aunque ligada desde siempre a la propia condición humana: el anhelo de conocer.
Quizás hoy ya no seamos tan humanos.
La segunda razón de este miedo a lo ajeno -posiblemente más relevante que la primera- hunde sus raíces en un error que afecta a nuestra manera de concebir la necesaria transmisión del saber. Este error consiste en eliminar del proceso educativo -ya seamos alumno o profesor- la creatividad, la crítica, la aventura y la inquietud, nociones todas ellas vinculadas al deseo de conocer. En algún momento, durante la educación del individuo -me atrevería a decir que, de manera más acentuada, en la etapa primaria- la curiosidad, junto a la libertad, la espontaneidad y todo aquello que no responda a un comportamiento sistematizado, homogéneo y previsible, comienza a ser castigado. El alumno teme preguntar; el profesor no desea responder.
Aunque todos estemos de acuerdo con que la educación musical favorece el desarrollo de la inteligencia cognitiva, emocional y social del individuo, no hemos encontrado todavía una “manera musical” de educar que fomente ese deseo de conocer.
Pero esto no es un problema nuevo. Yo solo insisto en ello al manifestarlo.
Sin embargo, no pretendo dejarles con una sensación tan amarga y pesimista. “A modo de esperanza” -como decía José Ángel Valente en 1955-, querría expresar una ilusión: que recuperemos ese afán inquieto por conocer y, una vez recobrado, intentemos transmitirlo a nuestros alumnos. Nada más. Y nada menos.
Convicción nº 3. No creo en la educación musical (II) por Pedro Ordóñez Eslava, a excepción del contenido de terceros y de que se indique lo contrario, se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International Licencia.