El ruido son los otros: tragedias y poderes contemporáneos según Karin Bijstervel

En numerosas ocasiones, artistas sonoros y creadores de música (sic) contemporánea se enfrentan al conflicto con la definición de su material sonoro y a la continuidad entre los sonidos asociados al mundo real (sea lo que sea) y al mundo artístico –es decir, la tensión entre lo real y la ficción, un tema tan antiguo como el propio arte pero no por ello menos actual-. Esto hace que las políticas públicas de organización del sonido y del ruido incidan directamente en la disponibilidad de los materiales sonoros, así como en su definición para la creación. Karin Bijstervel presenta en su libro Mechanical Sound. Technology, Culture and Public Problems of Noise in the Twentieth Century (MIT, 2008) una perspectiva trágica de la historia de la “cultura de los problemas públicos”, donde ella misma sitúa su texto sobre el ruido. La trágica propondría una alternativa a la perspectiva “utópica”, que permite la creación o la dirección hacia un nuevo orden; o la “olímpica”, que es escéptica con toda posición. A su juicio, pese a los constantes intentos de controlar el ruido, éste tiene aún “un lugar prominente en la agenda pública del mundo occidental”. Es decir, a diferencia de, por ejemplo, el control del mal olor, que pudo controlarse a través de un paulatino cambio en la mentalidad de los ciudadanos con un modelo específico de educación (verbigracia, eliminando la relación entre la masculinidad y el sudor) y una mejor salubridad de los servicios públicos; el ruido no ha sido aún controlado de forma eficiente y, por decirlo de alguna manera, definitiva. No se ha alcanzado un consenso sobre las prácticas frente o con el ruido, ni siquiera una definición específica de lo que se debe combatir. Esto tiene que ver, a su juicio –y  siguiendo en esto muy de cerca a Sterne (un autor ya comentado en esta sección, aunque se podría explorar muchísimo más)- una confianza en el ruido como garante del progreso, del buen funcionamiento de las maquinarias, su valor tecnológico por encima del silencio o como trasfondo de sociedades que, paulatinamente, han desarrollado “pavor al silencio”.

A su juicio, por tanto, combatir el ruido como problema público se enfrenta –al menos- a tres asuntos. Por un lado, el aparente conflicto entre el progreso económico y tecnológico con el modelo de una vida tranquila y silenciosa. Por otro, la subjetividad de la escucha y, por último, el carácter intrínseco de la cultura occidental. El primer aspecto es el más complejo y al que, específicamente, se dedica todo el libro. Por ejemplo, se asume que la vida es ruidosa en la ciudad, pero muchos de esos sonidos, de ser desactivados, harían esa vida peligrosa o inhóspita. Tal sería el caso si no fuésemos capaces de escuchar un coche aproximarse.  El segundo aspecto tiene que ver con la percepción auditiva y su función en la interacción social. Se asume, así, que la escucha difiere de la visión por tener una presencia constante –como ya decía Seth Kim-Cohen, no hay un párpado para el oído- y altamente involuntaria. Asimismo, hay un componente subjetivo que complejiza enormemente la definición de ruido, pues el mismo tipo de sonidos son catalogados como ruido –en tanto sonido molesto e indeseable, siguiendo una definición muy básica e ideológica del ruido- por un colectivo mientras que, para otro, esos sonidos son placenteros o deseables. Esto también sucede cuando se reducen todos los parámetros posibles del ruido a su volumen, una característica que, según Bijstervel, es específica de los últimos años. La reducción al volumen tiene una virtud, sin embargo: que ya el ruido no se entiende meramente como caos, sino que entra dentro de un entramado más complejo, también simbólico (es decir, ordenado). La estetización de la vida cotidiana juega también un rol crucial: esa manida frase de la creación de nuestra propia “banda sonora” obedece, en cierto modo, al rol que se le asigna a ciertos sonidos de elaborar nuestra percepción cotidiana de nuestra vivencia. Este asunto ha ido evolucionando a lo largo del tiempo. Según explica la autora, a finales del siglo XIX y a principios del XX, con el auge de tecnologías ruidosas implicó que la sensibilidad por el ruido estuviese ligada a la sensibilidad intelectual, es decir, a la “mente refinada, delicada y cultivada”. Las élites consideraban que no mostrar inquietud ante el creciente ruido urbano era incluirse, directamente, en una clase vulgar. El tercer aspecto, por último, tiene que ver con el ya nombrado “miedo al silencio” y el complejo “derecho al silencio”, que solo se consigue tras una modificación lenta y paulatina de las relaciones y estructura sociales, algo evidente cuando observamos el desarrollo y alcance de las salas de cine. Bijstervel aprovecha este punto para tomar distancia de lecturas, como las de Ihde, en las que se defiende que la primacía visual de la cultura occidental implica una atrofia del potencial auditivo. Ella defiende justo lo contario, a saber, que “nuestra cultura se ha ido poco a poco volviendo dependiente del ojo como consecuencia de los éxitos ocasionales de la disminución del ruido”. Para ello, se sirve del ejemplo de la sustitución de señales auditivas por señales visuales, como es el caso de la eliminación de las llamadas en las estaciones o aeropuertos a favor de la colocación y actualización de cartelería.

De la misma manera, considera que el problema del ruido debe estudiarse desde tres categorías: propiedad [ownership], responsabilidad política [political responsibility] y responsabilidad causal [causal responsibility]. Los propietarios son los que “definen el problema”, aquellos “que intervienen para solucionar el problema” serían los que atentan la responsabilidad política y, por último, la “explicación del fenómeno” sería la responsabilidad causal. Para ella, en numerosas ocasiones lidiar con el problema del ruido en el espacio público implica desenredar una compleja madeja entre estos tres aspectos. Para ella, en muchas ocasiones, la elaboración de políticas públicas sobre el ruido ha pasado por la modificación de la definición del ruido a través de fijar la importancia en alguno de estos polos. Es el caso, por ejemplo, del lento proceso de democratización del acceso a formas de reproducción de la música en el ámbito privado. Poco a poco, como explicamos a colación del texto de LaBelle (que no por casualidad tiene el trabajo de Bijstervel en mente), la división del espacio público y privado se fue difuminando por la ocupación sonora del mismo. Es evidente cuando se escucha música muy alta y molesta a los vecinos. Se ponen dos cosas en juego: la definición de ruido (música para mí, ruido para mis vecinos) y la duda por la responsabilidad cívica o institucional. Ante este tipo de choques, por tanto, aparece la cuestión de quién es “propietario” de la definición de ruido y, por tanto, define su uso público y límite privado. En este sentido, al igual que se trazan los caminos para establecer o revocar el “derecho al silencio”, también se  han de trazar para el “derecho a hacer ruido”. La intervención directa fue paulatinamente modificándose hasta alcanzar niveles de interiorización de un constructo moral sobre el ruido. Esto consiste en que la “fuerza externa” sea, finalmente, equivalente al “autocontrol”, es decir, que haya una identificación entre la norma y lo que un individuo considera como bueno, válido o necesario. Este asunto, de gran complejidad, la autora se lo atribuye a Herman Vuikske y a Cas Wouters siguiendo a Norbert Elias pero, todo hay que decirlo, este paso de la ley moral a mi ley moral es, fundamentalmente, el núcleo de la moral kantiana. Pero de eso, quizá, ya hablaremos otro día. Lo interesante, sin embargo, sería que no solamente hay que encontrar el equilibrio entre “mi” derecho al ruido y al silencio y al de los demás, sino que además, habría que solucionar –siguiendo el modelo de las sociedades actuales- cualquier problema derivado mediante la negociación. Eso sería “lo civilizado”.

Por tanto, las soluciones al problema del ruido pasan por (¡también!) tres posibilidades: su individualización, su objetivación o su materialización. La individualización se da cuando las soluciones “se centran en las decisiones individuales de los ciudadanos y se enfocan en cambiar el comportamiento de los individuos a través de a educación”. La objetivación, por su parte, consiste, primero, en la estandarización en las medidas del ruido y, posteriormente, su control y establecimiento de límites. Es decir, la creación de un sistema normativo basado en valores objetivos. Por último, la materialización implica a todas las soluciones técnicas y tecnológicas que se centren en la reducción de la emisión de ruidos. Todos los puntos resultan problemáticos, pues en la mayor parte de los casos –aunque especialmente en lo que concierne al segundo punto- implica una estructuración del espacio público y privado en base a un cierto privilegio político. Al igual que se crean zonas libres de humo, también se crean zonas de silencio –como en los trenes- que, por más que puedan ser de lo más provechosas, implican la división elitista –pues la diferencia entre una y otra consiste en quién puede pagarla- por zonas de un servicio. A su juicio, este tipo de soluciones inciden, de nuevo, en el volumen, pero no, por ejemplo, en otras definiciones asociadas al ruido como la discontinuidad, la falta de familiaridad o la falta de expectativa del mismo. Todos estos aspectos han sido “dejadas de lado dentro de los estándares que definen el impacto del ruido en la población”. Por el contrario, como ya sugerimos, inciden en la “regionalización del ruido” y su “distribución social desigual”. La relación con el ruido tiene que ver, por tanto, con la clase social y el salario, pues ello propicia la posibilidad de actuar, elegir o evitar esta regionalización y actuar socialmente en consecuencia. Siguiendo a Sheila Janasoff, en lo que quiere incidir Bijstervel es que el sonido y el ruido forma parte de una determinada “epistemología civil” que, según se constituya, tiene una incidencia en la participación cívica u también en la toma de decisiones técnica que afecta, en definitiva, a la configuración de las formas de vida. El reto ahora es pensar estas problemáticas desde el arte, que –quizá desde que existe- intenta proponer otras epistemologías posibles.

 

Licencia Creative Commons
El ruido son los otros: tragedias y poderes contemporáneos según Karin Bijstervel por Marina Hervás, a excepción del contenido de terceros y de que se indique lo contrario, se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International Licencia.