Il trovatore, un satisfactorio cierre de temporada

(c) Javier del Real
Se sale de Il trovatore de Verdi que se puede ver en el Teatro Real estos días habiendo disfrutado de la música. A pesar de que este ha sido uno de los aspectos más criticados por aquellos que hacen en sus críticas un análisis más técnico del canto y de la interpretación de la orquesta o los que comparan esta producción con las que (se) consideran las mejores interpretaciones de la obra. Tal vez, la dirección de escena, que habitualmente se confunde con la escenografía y el vestuario, incluso entre profesionales de la crítica de ópera, sale peor parada, aunque sin que se haga sangre con ella.
La conclusión, después de verla, es que es un Il trovatore que se ha sabido resolver. Dar una solución relativamente eficaz a las dificultades que como sociedad nos hemos impuesto sobre esta obra. Entre las que están las dificultades dramatúrgicas, esa idea de la endeblez de la trama y lo mal escrito que está el libreto. A lo que se añade la idea de que para cantarla hace falta el mejor elenco posible en el momento de montarla. Con estas exigencias es muy difícil que incluso las críticas más elogiosas sean totalmente favorables a este y a cualquier otro montaje.
¿Qué hay de verdad en todo esto? Viendo la producción del Teatro Real se podría decir que la trama es un culebrón decimonónico. En el que se entrecruzan varias historias entre unos personajes que de una forma u otra están relacionados. Así hay una historia de venganza, con la que una hija trata de vengar que a su madre la quemaran por bruja. También la historia de dos tragedias familiares, de la perdida de dos niños, uno muerto en la pira con su abuela y otro robado y educado con la familia que no le corresponde. Y, por último, es la historia de amor imposible entre el gitano que llaman Il trovatore, que las encanta a todas con sus canciones, y una dama de la corte, a la que también quiere el Conde, dueño y señor del lugar. Trama a la que Francisco Negrín, el director de escena, ha sabido darle coherencia, en el sentido de crear los momentos en escena para que suceda lo que se canta en el libreto y se escucha en la música y la acción suceda.
No quiere decir que lo anterior lo haga de una forma bella o bonita, tampoco fea. Lo que quiere decir es que sabe resolver dramáticamente y permite al espectador seguir la historia de una forma coherente con la propuesta verdiana. Sabiendo lo que está sucediendo en cada momento y entendiendo lo que se canta y cómo se canta, y lo que toca la orquesta y cómo lo interpreta. Puede que falle más en la elección de la escenografía, un cubo con un plano inclinado en el suelo, una pequeña pira y unas plataformas que aparecen y suben y bajan para hacer presentes a los fantasmas de la obra. A lo que se añade una iluminación específica para el fantasma de la bruja en la pira, al niño quemado y a los momentos verticales en los que se canta el amor, un amor romántico pero curiosamente de color frío, que va a ir más allá de la vida.
Si a eso se suma la, también, eficacísima dirección de orquesta de Maurizio Benini, que hace sonar pertinente y necesario, por ejemplo, el triángulo del Coro de los gitanos de la obra, al menos en la representación a la que pertenece esta crítica. Y se le sigue sumando y se le suma el Coro Intermezzo del Teatro Real, que canta como si estuviese en su mejor salsa. El resultado es, al menos para el espectador que se sienta y paga la butaca, una buena tarde-noche de ópera en la que, confundiendo la dirección de escena con la escenografía, le resulte algo fuera de lugar la escenografía y el vestuario. El respetable no es el único, el barítono Artur Ruciński, que interpreta al Conde Luna del segundo reparto, ha pedido que le cambiasen el jersey de cuello vuelto del traje de su personaje por una camisa blanca de cuello grande y que le pusieran algo de brillo.
Por tanto, es este Il trovatore un buen resumen de la temporada que se acaba y de las temporadas que lleva dirigiendo Joan Matabosch de pleno. Un trabajo profesional en la forma y en el fondo. Una actualización con poco riesgo artístico o con riesgo controlado de cara al público del teatro que, una vez más, sale contento, satisfecho, aunque le hayan escamoteado los trajes de época y algo de esos teloncillos o escenarios que remedan los lugares en los que se supone que pasa la ópera. Sobre todo, porque el aspecto musical, incluso en lo que la ópera tiene de música para ser representada, para ser vista en un escenario, está cuidado y deja ver amor por lo que hace, una amor encerrado en la profesionalidad y el conocimiento que tiene del público mayoritario de ópera, posiblemente de este y de muchos otros teatros.
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