La amenaza de la modernidad vibrante de Shelley Trower
El trabajo Senses of vibration. A History of the Pleasure and Pain of Sound (Continuum, 2012) de Shelley Trower es una reivindicación de la vibración como una ampliación de la escucha. Lo que busca, de esta forma, es que no se entienda que la escucha sucede solo en la relación oído-cerebro, sino que hay una participación de todo el cuerpo. Esto se hace evidente, a su juicio, en entornos donde hay grandes sistemas de amplificación. Los Subwoofer de gran potencia hacen que los bajos de una pieza de techno, por ejemplo, vibren por todo el recinto, rebotando en los cuerpos haciendo el sonido a la vez audible, visible (viendo las membranas de los altavoces vibrar, por ejemplo) y palpable. Uno de los ejemplos clave para ella es White Live son Speaker, una pieza de Yoshimasa Kato y Yuichi Ito.
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Esta “escultura en movimiento” surge de la interacción de un altavoz con almidón líquido de papa. Hay dos frecuencias operando: una frecuencia constante que pone en movimiento continuo al almidón y “las frecuencias variables de las ondas del cerebro de los visitantes”. A Trower no le interesa de esta pieza tanto el resultado experiencial, sino que se pone de manifiesto el intento, desde la práctica artística, de “hacer manifiesto para los sentidos aquellas vibraciones que existen más allá de los límites de la sensibilidad”. Es decir, la aparición de la vibración posibilitaría una relación cualitativamente distinta con el sonido, entendido como aquello que no se puede experimentar salvo con el oído –generando todo un entramado de reflexiones sobre qué significa la experiencia desde o con el oído-. Convierte así, al oído, en un asunto de todo el cuerpo, ampliando la posible incidencia de la vibración sonora más allá de lo audible. El siguiente aspecto es clave para el materialismo filosófico. La interacción entre vibraciones y haces lumínicos desplazaría la noción de las “cosas” como “entidades estables” a favor de su comprensión como “modos de movimiento” [modes of motion]. Es decir, la reflexión sobre la vibración no solo se refiere a una ampliación del concepto de sensibilidad, sino también a lo que entendemos por objetos, a los que atribuimos características estables y una agencia particular, no pensada en modo alguno desde esos “modos de movimiento”.
Trower realiza una pequeña historia de la concepción de la vibración en diferentes áreas de conocimiento de los últimos siglos. La incorporación de tecnologías “vibrantes” al día a día, tales como “vías de tren, máquinas de coser o bicicletas” generaron una amplia literatura sobre los efectos adversos sobre las consecuencias que podían tener las vibraciones en nuestro sistema nervioso. Eso, junto al aumento del ruido en la vida cotidiana con la aparición de los coches, los aviones o el metro –algo celebrado por el futurismo pero que generó rápidamente el problema político de las herramientas para regular el ruido-, modificó para siempre la experiencia sensorial en las ciudades.
Uno de los aspectos que Trower analiza en detalle es la regulación de la vibración por la relación entre la vibración, en tanto estímulo, y la sexualidad. Las regulaciones, sin embargo, siempre esconden elementos políticos de otra calaña. Por ejemplo, el creciente número de mujeres viajando en trenes y metros produjo, a finales del siglo XIX y principios del XX, un creciente número de encuentros extramatrimoniales y abusos. Una forma de limitación del uso de estos medios de transporte fue indicando que eran peligrosos para la salud de las mujeres: la vibración constante podía dañar el cérvix y ser la causa de abortos. Trower da cuenta de un fenómeno curioso: la vinculación entre experiencias vibratorias, como el tren o montar en bicicleta, fueron organizadas biopolíticamente arguyendo, como hemos visto, que podría generar problemas para la salud. Pero, a la vez, la creencia de que la histeria femenina, por ejemplo, se “curaba” mediante la estimulación vaginal o del clítoris, justifica la aparición de los vibradores, que se promocionaban como a la vez placenteros pero saludables. Trower remarca que el problema no se encontraba tanto en el binomio vibración-salud, pues es muy desigual los estudios sobre los efectos del tren en hombres, sino entre vibración-placer. Se creía que vibraciones como las producidas por montar a caballo o en bicicleta podían implicar estímulo sexual, por lo que se establecían posibles daños genitales.
Así que, en términos generales, lo que Trower trata de demostrar a es a la atención biopolítica a la vibración como efecto de estímulos sonoros o lumínicos. En el caso de la vibración derivada del sonido, se comienza a tomar en serio el “impacto vibratorio en el cuerpo” a partir de mitad del siglo XIX, al menos. El ruido, así, no solamente se interpreta como un “sonido molesto”, sino también como una vibración continua que se transmite al cuerpo. El tímpano, por ejemplo, vibraría al ritmo e intensidad –pero dentro del cuerpo del oyente- que el espacio u objeto emisor –como el tren-, generando así una información borrosa al cerebro. La consecuencia para el cuerpo: dolor de cabeza y fatiga. La consecuencia política: más argumentos para la necesidad de la regulación del ruido. Esta regulación, según reconstruye Trower, es una de los motivos principales por las que se distingue la música de todo lo demás, estableciendo así también una división de clase: allí donde esta división es institucionalizada y efectiva coincide, normalmente, con los estamentos sociales más elevados.
Lo que trata de demostrar Trower es la relación entre modernidad y vibración, no solamente por el auge y expansión de espacios vibratorios, tales como los medios de transporte, que hacen que nuestras experiencias estén cada vez más marcadas por una especie de drone continuo, sino también por las implicaciones que podría tener, para la teoría del sonido, pensar desde la vibración en relación a otros aspectos adscritos al sonido. La relación entre vibración y modernidad es específica en la medida en que se distancia del modelo sublimado de la Antigüedad, donde la vibración era un efecto de elementos espiritualizados. Por ejemplo, así, se consideraba en buena parte de las culturas, que la vida comenzaba con un soplo (de ahí proviene, de hecho, la idea de espíritu), que haría vibrar una materia dándole vida. La “afinación” de sonidos se basa en la repetición, a mayor o menos escala, de vibraciones sobre una cuerda. La vibración duplicada se considera, hasta hoy, “más armónica”, algo que desde el mundo griego tiene como fondo la creencia de que no solo vibra una cuerda, sino que nosotros vibraríamos empáticamente con ella. El esfuerzo de “físicos, fisiólogos, psicólogos y espiritualistas” era “entender las conexiones entre energías internas y externas, todas concebidas como formas de vibración” desde que se abandonó plenamente, en el siglo XVIII y enfáticamente en el XIX, la idea de que la transmisión de estímulos de materia se debía al impacto de corpúsculos que desprendían los objetos sobre nuestros sentidos, es decir, desde la caída del mecanicismo como explicación totalizante de la relación entre el sujeto y el mundo. Según Trower, comprensión de la vibración, además, será lo que hará que desde el siglo XIX se traten de entender otros fenómenos, como la luz, en términos de ondas según el modelo del sonido. La interiorización de la vibración sería el elemento que se vuelve específicamente político, a nivel institucional, con la modernidad. El componente político tiene que ver con la constatación de que la vibración, lejos de llevarnos hacia la “armonía y la unión” con la vibración de otros cuerpos, podía devenir dolorosa o placentera de forma incontrolada y variable. “La experiencia de escuchar y sentir más allá de los umbrales sensoriales, de trascender los límites, se podría haber sentido como estimulante, emocionante y también amenazadora”.
La amenaza de la modernidad vibrante de Shelley Trower por Marina Hervás, a excepción del contenido de terceros y de que se indique lo contrario, se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International Licencia.