La Calisto, el deseo es algo muy serio

(c) Javier del Real
Se anuncia a bombo y platillo la presencia por primera vez en Madrid de una ópera clásica, en este caso de La Calisto de Francesco Cavalli en el Teatro Real. Se informa de que dicha ópera primitiva se está recuperando en los mejores teatros de ópera del mundo con éxito de un público con más tradición operística que el español. Se asusta al personal, previamente, dando a entender que será un montaje moderno. Se ponen buenos interpretes de notas, de fraseo, capaces de dejar los silencios en su sitio y de hacer el cabra. Y como resultado uno puede echarse a dormir, literalmente.
Solo hay que echar un vistazo a las críticas de la prensa escrita donde el miedo a pronunciarse resulta evitado con muy buena pluma. Que si los cantantes son buenos, que si hay que felicitarse por su recuperación, que si, que si, que si. Por seguir con las metáforas musicales, podríamos decir que se cantan un cuplé o un shotís que bailan sin salir de la loseta correspondiente.
La calidad de sus artistas no hay que ponerla en duda. Tienen currículo suficiente para que el personal se interese por sus propuestas. Pero interés no debería ser beneplácito con todo lo que hagan. Y en este caso al asunto le falta vida y le sobra pose. Que se hable de dioses y de su mundo mítico, límbico y libidinoso no significa que todo sea posible para contar el cuento. Lo que se ve en escena es confusión. Una historia que no se entiende. ¿Alguien que vea este montaje sabe porque Calisto tiene que pertenecer al mundo de las esferas o ser una estrella? ¿Por qué Eternidad, Naturaleza y Destino lo tienen tan claro?
Parece ser que ante la falta de una respuesta o una respuesta plausible a dicha pregunta se opta por resolver escenas. Algunas con verdadera gracia, solo hay que oír reír al personal. ¡Ay, qué gracioso es el macho cabrío (al que hay que reconocerle su capacidad actoral)! Y, en esa forma de trabajo que tiene Alden, y que ya se vio en Alcina, de jugar al teatro como un niño, con cierto capricho, colocando distintos tipos de muñecos o figuritas acá y allá, moviendo paredes o sillones para allá o para acullá, y copiando alguna escena de película barata en cabaret de entreguerras o hacer un simulacro de fantasía con esos aves del paraíso o pavos reales. Haciendo, en definitiva, de trilero, consigue atraer, al menos, a una parte del público, incluso engañarlos y ellos tan contentos de poder decir que también les gustan los montajes modernos y/o la música barroca que pocas veces aguantaron.
Si a eso se añade falta de riesgo en la propuesta, inexplicable habiéndose arriesgado tanto programando esta ópera, uno se da cuenta que sobra conocimiento musical y teatral, pero le falta vida. Es decir, deseo. Es decir, querencia por algo que no puede ser alcanzado, que se mantiene siempre en la esfera de lo que se quiere pero no se puede tener. Porque obteniéndolo, dicho deseo se acaba, se termina y con este fin, se acaba la trama, el conflicto que mueve la obra en una época en la que canónicamente se destacaban las óperas antes por su libreto, por su teatro, que por su música.
En este caso, ni la música, ni la puesta en escena tal y como se oyen y se ven en este montaje suena a eso. Sí suena a chiste, en general con buen gusto aunque sean sexuales (o el buen gusto después de las películas de los hermanos Farrelly y, sobre todo, de Algo pasa con Mary y la escena de “gomina” para el pelo). Chistes que no permiten hacer progresar el tema pero si la trama. Que no resuelven conflicto teatral ni musical, pero si ilustrar un movimiento, un aria, un duetto o lo que toque.
Por tanto, congratularse de que la risa llegue a la ópera y alegre, al menos, algunos espíritus. Alegrarse, como hace el resto de la crítica, por la calidad técnica de todo el equipo artístico. También por poder escuchar una ópera nunca antes representada en este teatro. Aunque, lo mejor es ver rejuvenecido un patio de butacas, de jóvenes menores de 35, que, ante la espantada de los espectadores clásicos y masivos de la ópera de repertorio decimonónica y bel cantista, pueden aprovechar para conseguir entradas a precios muy ventajosos. Efecto que deja en el aire la pregunta de ¿qué público formarán en el futuro habiéndose educado como espectadores en las óperas más marginales, habitualmente más contemporáneas y menos mediáticas de las distintas temporadas que no suelen vender todo el aforo? ¿Qué repertorio contribuirán a construir? Ellos son el futuro de la ópera, pues sin espectadores no habrá espectáculo que valga.
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