Listen with headphones, please…
…or through external speakers. Esta es la única indicación a la escucha que encontramos en muchas de las publicaciones en las que compositores y artistas sonoros remiten a las grabaciones de sus obras. Una premisa que también conlleva una prohibición: la de no reproducir el contenido de ese enlace con los altavoces internos del ordenador. Esta regla, que bien puede entenderse como un equivalente digital a el no aplaudir entre movimientos o guardar silencio durante una representación, tiene una finalidad clara: blindar la música del ruido, la poesía de la palabra, estableciendo una dicotomía cerrada entre escuchar/oír y leer/ver. Pero, de manera radical, aloja la voluntad de hacer aprehender la huella del que compone o escribe como un moldeador realmente operativo en un entorno que, por exceso de información, no lo es. En numerosas ocasiones, esta condición aparece incluso en mayúsculas (LISTEN WITH HEADPHONES, PLEASE, OR THROUGH EXTERNAL SPEAKERS), con el aumento mental de decibelios que ello implica, como un intento de alzar la voz del que se observa en mitad de un mundo que raramente se detiene para escuchar.
En su libro La sociedad del cansancio, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han[1] introduce el término de “sobreabundancia de lo idéntico” para enunciar el estado actual en el que, a su juicio, vivimos alojados en unas fórmulas de rechazo “no-inmunológicas”, frente a la oposición “inmunológica” que tradicionalmente representaba la otredad por definición. Han se sirve de esta metáfora biológica para describir un exceso de “lo positivo” que ha anulado los tradicionales mecanismos selectivos de nuestra voluntad como individuos, cancelando su necesaria construcción en base a jerarquías. La recepción de una obra musical en una sala de conciertos, como todo acto que demanda una cierta concentración, implica un acto negativo que margina temporalmente el resto de actividades. Apagar el teléfono móvil antes de un espectáculo se convierte, ante todo, en una elección por la no-simultaneidad, un estado en el que raramente nos sumergimos hoy en día dado que la disponibilidad inmediata es una de nuestras facultades genuinas. De hecho, los auditorios o las salas de teatro representan hoy verdaderos templos de la no-simultaneidad, al menos en la teoría, todo lo contrario a la mayoría de eventos musicales de otro tipo, convertidos en espacios normales de micro-retransmisión individual. Este comportamiento, que abre la puerta de la compartición de manera automática a la de la recepción de la experiencia artística (o, simplemente, del acontecimiento), ha alojado en un espacio común a aquellas vivencias que en teoría nos pertenecen en primera persona con las de terceros, enfatizando los mecanismos de interacción entre ambas hasta el punto de borrar sus límites. Esta suerte de “red de acontecimientos” promiscuamente enriquecida ha devenido en lo que el autor surcoreano denomina “rechazo no-inmunológico”, es decir, una reacción fruto de una puerta abierta de par en par al contenido, sin límites, como un estómago sin fondo que destila una “obesidad” de la que los organismos no se defienden. Consecuentemente, las viejas jerarquías que constituían el juicio del individuo frente a una idea o una experiencia son aplanadas porque simplemente se han visto inundadas de “definición”. La acción del consumo material y artístico no puede entenderse hoy, por tanto, sin la (com)partición, por eso las redes sociales juegan un papel clave en cómo se materializa por sí misma la obra de arte[2].
Facebook es, en 2017, el mayor escaparate de material musical que existe actualmente. Su filón reside en que actúa como un repositorio de lo general, remitiendo a lo particular sin perder su autosuficiencia a la hora de interactuar con el contenido. Millones de personas transforman diariamente un producto que podemos considerar artístico (o al menos con unas ciertas pretensiones estéticas) en un post. Y lo publican. Esta píldora se deposita mediante un ritual absolutamente idéntico en todas las ocasiones. A su vez, la corriente recibe el estímulo y lo incorpora igualando su formato. Aunque Facebook posea mecanismos que filtran la información que visualizamos, aunque visitemos una página o un perfil especiales, éste contendrá mensajes, piezas de información, de idéntica morfología. En ese sentido, es una red que comparte con la fractalidad sus cualidades autosemejantes, estandarizando la diferencia y convirtiéndola en una quasi igualdad. Prestando especial atención a algunas de las páginas que se dedican a la difusión de la música de nueva creación en la red, observamos cómo esta lógica de la “sobreabundancia” también ha afectado a su status quo frente al público, es decir, a la relación de consumo que mantenía con éste habitualmente.
Páginas como Score Follower han supuesto una ansiada herramienta para los estudiosos de la partitura (uno de los objetos “fetiche” que ha canalizado, precisamente, una parte del componente especulativo que ha caracterizado a este género). Aunque ésta es una de sus aplicaciones más obvias, a partir de la creación de la página de Facebook del proyecto, se ha convertido en un escaparate al que decenas de compositores optan mensualmente mediante una convocatoria permanente. Este hecho transmuta su primitiva naturaleza de biblioteca para convertirla en lo que podríamos denominar “lista de reproducción”. Aunque en YouTube el tamaño del visualizador conceda un cierto privilegio sobre el resto de los elementos, su superficie interactiva induce al comportamiento generalizado del individuo-usuario estándar, atravesado por la continua interrupción. Centrándonos en las consecuencias sobre el contenido, quizás la afirmación más importante (aunque pueda sonar obvia) es que incluso un canal como Score Follower es incapaz de liberarse de ese sistema de consumo “sobreabundante” por la propia naturaleza de la plataforma que lo contiene. Ello no cancela, obviamente, la posibilidad de que algunos usuarios visualicen de comienzo a fin la obra siguiendo la partitura de una forma lineal pero, según muestran las estadísticas, es un número absolutamente marginal. El vídeo más popular del proyecto, 1+1=1 para dos clarinetes bajos de Pierluigi Billone, es un caso paradigmático. Con una duración de 1 hora y 10 minutos y algo más de 20000 visitas, alcanza una media de tiempo de visualización de 4:35 minutos y solo un 6.5% de reproducciones completas[3]. Pese a que debemos tener especial cuidado a la hora de interpretar estas cifras, éstas enuncian de manera clara un panorama en el que, por un lado, el usuario ha incorporado sus lógicas de navegación a cualquier tipo de contenido alojado en la pantalla y, por otro, dichas lógicas afectan de manera directa a su relación con la experiencia temporal, que es fragmentada y dispersa.
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Sin embargo, hace algún tiempo, Score Follower incorporó a su corpus una iniciativa, Mediated Scores, que ofrece una interesante perspectiva. Este canal contiene obras exclusivamente multimedia, desde piezas con vídeo hasta algunas cuya acción performativa posee un peso tal que no puede ser separada de su resultado sonoro. El cambio aquí reside precisamente en el terreno de la simultaneidad, ya que el canal combina la visualización de la partitura con el vídeo de la propia interpretación de la obra, conjugando en condiciones de igualdad sonido y acción escénica. La pantalla como elemento se sitúa en una doble encrucijada en algunos de estos vídeos: por un lado, actúa como medio de difusión (en YouTube) y a su vez, como un contenedor material de la obra per se en la sala de conciertos. De esta forma, se materializa una consonancia de soportes que se traduce (¡atención!) en términos de retención del visionado. La pieza Rot-Blau de Jessie Marino encabeza la lista en Mediated Scores como la pieza con más visualizaciones. Aunque con un número mucho menor que la obra de Billone (1038 cuando se escriben estas líneas), su porcentaje de engagement es radicalmente más alto, ya que se sitúa en el 30% del total. Consecuentemente, la media de tiempo que cada usuario invierte es más alta (2:03 minutos de media sobre un vídeo de 6:48). Obviamente, la corta duración de la pieza juega una baza importante conjuntamente con su propio desarrollo formal, que incorpora elementos como el apagado y encendido de las luces o los intercambios en la indumentaria de las performers.
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Nótese aquí que, en lo ínfimo de las cifras (acordes con lo minoritario del nicho de población que consume este género en comparación a otros) no se refleja un cambio de paradigma, es decir, el hecho de ser un público especializado no condiciona la supuesta “calidad de la escucha” o del “visionado” en el medio virtual, pues sigue los patrones generales de la mayoría. Ello se produce debido a un medio que ha sido despojado de su erótica mediante la estandarización de su contenido, cuyo formato le es impuesto por el contenedor. El tablero de juego induce a unos patrones de conducta muy concretos y son aquellas manifestaciones que los tienen en cuenta y que entablan una partida psicológica con el usuario, las que logran una mayor relevancia en medio de esa tiranía de lo homogéneo. Son los que consiguen ser, en cierta manera, “menos” iguales. Todo esto tiene lugar en el entorno online, pero invirtamos la pregunta hacia el público que acude a un recinto a ver un concierto: ¿podemos hablar de un trasvase real entre su condición de usuario y la de espectador físico?
La brecha “estética” digital
Con el paso de los años, internet ha creado un ecosistema biológico autosuficiente que ha posibilitado la suplantación de las funciones básicas del individuo. Construido con una lógica casi lúdica, el medio digital ha rebautizado plataformas y sitios web como “foros”, “tiendas” o “galerías”. Como resultado de ello, las coordenadas del usuario se identifican con la dirección IP de su equipo, que bien puede entenderse como la huella del avatar correspondiente al individuo físico, emplazado en unas condiciones espacio-temporales determinadas. En este juego de representaciones, el individuo se adapta continuamente a figuras abstractas que influyen en sus estrategias para la supervivencia, llevándole a rediseñar las equivalencias entre acción y reacción a diario.
Una de las identidades más convulsas del “ser online” habita en la experiencia y relación con la dimensión temporal. La relación que el usuario mantiene con su pasado se expresa en eventos o entradas, sometidas a los efectos aplanadores producidos por la interfaz. Como consecuencia, los procesos mentales del recuerdo se cristalizan en una memoria formalizada, distribuida a lo largo del timeline. Debido a la analogía instrumental entre el evento vivido y el evento compartido, encarnada en la pantalla como medio de observación y almacenamiento, estos recuerdos se convierten en continuamente re-visitables, susceptibles de ser resucitados en el sentido más estricto. El timeline aloja al usuario, por tanto, en una suerte de presente continuo, estriado e interactivo. Esta anatomía temporal constituye, por encima de todas las cosas, una realidad física con unas lógicas mecánicas propias susceptibles de ser enunciadas y, por consiguiente, puestas en cuestión por la creación artística actual.
Como manifestación explícitamente temporal, la composición musical ha sido especialmente sensible a los cambios que la tecnología ha traído consigo en nuestra manera de sabernos y relacionarnos bajo este nuevo paradigma. Como reacción a la condición de “ser en diferido”, en los últimos años han sido varios los compositores y artistas visuales que han puesto el acento en esta característica del individuo presente y la han colocado en el centro de su particular tablero especulativo. Por nombrar un claro ejemplo, el compositor danés Simon Steen-Andersen en su Piano Concerto (2014) enfrenta al solista con un doble que, convertido en un holograma, ejecuta una serie de gestos disparados mediante un teclado MIDI por el intérprete. Estos pequeños samplers, muy breves muestras de vídeo y audio, fueron grabados en una sesión en la que Nicolas Hodges, el pianista que estrenó la obra, tocaba sobre un piano previamente lanzado al suelo desde una grúa con una altura de tres pisos. La obra genera, por tanto, una situación en la que explícitamente se injertan fragmentos del pasado al momento presente en el que el concierto se está desarrollando; éste parece ansiar entablar un diálogo perpetuo con los pedazos sonoros que desprende aquel piano destrozado (ya inexistente), una ilusión de coexistencia cuya veracidad es uno de los principales objetivos en el desarrollo de la obra. De hecho, y en sentido estricto, es imposible materializar los samplers sin una ejecución por parte del intérprete, por lo que la cristalización de ese pasado se convierte automáticamente en un material musical (y visual) más, en sucesos coetáneos al resto. Si a ello le añadimos el hecho de que, además, la obra cuenta con una proyección en una gran pantalla que juega a manipular mecánicamente la acción del piano en caída libre, lo que obtenemos es una ilusión de un presente/pasado/futuro sempiterno, en donde la metafísica musical reside en el trato con el tiempo mismo desde un punto de vista completamente maleable.
Tanto el Piano Concerto de Steen-Andersen, como numerosas obras de autores como Stefan Prins o Michael Beil, citando solo algunos nombres, adoptan estas lógicas específicas que caracterizan nuestra diaria relación interactiva con el tiempo. Como denominador común, estos compositores se valen de lo que acontece en la pantalla como lugar de materialización de “lo imposible”, tanto desde el punto de vista de la coherencia temporal tradicional como de los márgenes de la acción interpretativa, que se ve prolongada fuera de sus fronteras corporales. Pero en obras como Mirror Box Extensions, de Prins, o String Jack, de Beil, lo que provee la pantalla no es tanto un meta-nivel aislado sino un medio que se funde con el intérprete real, que puede contagiarle de su “imposibilidad” y, en otras palabras, de su metafísica.
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En un mundo que vive, parafraseando al crítico e historiador del arte Javier Panera, bajo un régimen “pantallocrático”, parece pues obvio reafirmar el rol que ésta ocupa hoy de facto como agente de primer orden en el acontecimiento musical, y lo es porque no puede entenderse nuestra posición contemporánea en las coordenadas temporales sin tener en cuenta la fisiología del “tiempo online”. En cierto sentido, el paradigma sigue mutando de manera muy consecuente a lo que Walter Benjamin denominó como la “pérdida del aura en la obra del arte”. En el caso del teatro, esta desaparición se refería a la omisión por parte del cine de la presencia física de los actores, y con ella, la cancelación de un espacio y tiempo compartidos con el espectador. Debido a las diversas técnicas de montaje, el cine fue descubriendo poco a poco las posibilidades especulativas que justamente le eran otorgadas por esa pérdida, desvelando en las manos de pioneros como G. Mèliès, D. W. Griffith o E. S. Porter una extrañeza, una dialéctica genuina para la confrontación que solo podía habitar tras su técnica. La asunción por la composición musical de una lógica del “tiempo liso” y de unos medios que simultanean la presencia del intérprete en escena por medio de hologramas, dobles y otro tipo de proyecciones, la colocan en una posición híbrida que está produciendo una brecha cada vez mayor en lo que a materialización del cuerpo en escena se refiere en comparación con la música exclusivamente acústica. De esta manera, el componente escénico de la materialización musical, lo que trata acerca del cuerpo y sus transformaciones codificadas en lenguaje, se sitúa en un primer plano que materializa una encrucijada. Esta puesta en relieve, consecuencia de la ya existente entre lo análogico y lo digital, también cuenta con un polo de influencia crítico en lo que concierne a la documentación de la obra, pues encuentra en las redes sociales su principal espacio de acceso y difusión. Aunque obras como las mencionadas en el párrafo anterior hayan sido encargadas y estrenadas en salas más o menos tradicionales de concierto, es indudable que funcionan de manera particularmente efectiva en su visualización como vídeos en línea. Ello se debe a la equivalencia de medios de la que hablábamos anteriormente y a que el usuario/espectador identifica en ellas una lógica transformada en “lo posible”, de forma cada vez más cercana a cómo el espectador/usuario de las salas de concierto (sobre todo aquél familiarizado con las nuevas tecnologías) comienza a entender como natural la disolución entre el “yo-cuerpo” y el “yo-proyección”, es decir, entre el “yo-en-directo” y el “yo-en-diferido”.
Black Mirror
La “sobreabundacia de lo idéntico” de la que habla Byung-Chul Han ha tenido como consecuencia, ante todo, un estado mental; un reordenamiento de la gramática posibilitadora de una reacción ante un estímulo estético. En este estado, en el que aquello que era “atópico” y misterioso en la obra de arte ha quedado anulado por el universo homogéneo y masivo en el que está alojada, se ha instituido una actitud de recepción (simultánea) que ha encontrado un medio perfecto, líquido, para evitar su coagulación (la pantalla). Ante esta situación, como hablábamos anteriormente, algunos artistas han tomado las ventajas de estas propiedades materiales adquiridas, destapando la “crueldad” que habita en ellas y renovando el concepto de impacto y posibilidad que Artaud planteó 80 años atrás, cuando reivindicaba una puesta en escena efectiva de las fórmulas de choque teatrales[4]. Deberíamos plantearnos, entonces, cuáles son las vías perceptivamente más fructíferas para que el acontecimiento “traumático” que es la obra tenga lugar y, de manera especial, si la posibilidad del conflicto que anhelamos como público y como creadores no ha permeado lo suficiente en ese no-espacio y no-tiempo como para convertirse, de alguna manera, en indispensable.
En la ya citada obra de Stefan Prins, Mirror Box Extensions, una parte del público confronta a la otra con la realidad de lo simultáneo, asaltando el único bastión que aún poseen las salas de concierto tradicionales: el silencio. Y lo hace colándose en el devenir de la pieza mediante la reproducción de vídeos y la toma de fotografías con tablets, de manera previamente pactada. Los hologramas también se independizan fácticamente del cuerpo y alcanzan una autonomía que solo es el principio de un proceso progresivo de partición del intérprete en escena. Esta concepción de trasvase entre diferentes realidades materiales encuentra en Prins unos vínculos políticos manifiestos con la iniciativa Hologramas por la libertad[5], una plataforma en protesta por la española “Ley Mordaza”, que parte de una paradoja: un holograma cuenta con más derechos a la hora de manifestarse frente a edificios públicos que una persona física. El potencial de ambas iniciativas reside en varios nexos en común que parten del desbordamiento del cuerpo, en la escena o en la calle, y de la irrupción de la simultaneidad de ese organismo como eje de la construcción de un discurso de relieve a nivel estético y social. En el fondo, y nuestra percepción lo sabe, hay un patrón, una aproximación al tiempo y al espacio, que no volverá nunca jamás a ser la misma; una discusión que desborda aquellas sobre la redefinición de espacios performativos o el ocaso y nacimiento de géneros. Se trata de una pregunta que incide sobre nuestra capacidad, e incluso necesidad, de poner en un lugar al arte que escape de ese agujero negro de lo igual.

Imagen tomada por mi tablet en la interpretación de "Mirror Box Extensions" por el Ensemble Nadar. SPOR Festival (Århus)
[1] Han, Byung-Chul (2012). La sociedad del cansancio. Editorial Herder
[2] A lo largo del artículo se utilizarán términos entre comillas angulares cuya autoría pertenece a los diferentes autores mencionados.
[3] Datos facilitados por Dan Tramte, fundador de Score Follower
[4] Una muestra de las teorías acerca de la renovación teatral de Antonin Artaud, incluidos sus dos conocidos Manifiestos del teatro de la crueldad, puede encontrarse en El teatro y su doble, compendio publicado por la Editorial Edhasa.
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