Lucio Silla, una confusión dramática

(c) Javier del Real
Que el mundo gira y que el escenario del Teatro Real también lo hace, se sabe desde que el director de escena Claus Guth entró en este teatro de la mano de Joan Matabosch, el director artístico. El Lucio Silla con el que se presentó la temporada que ahora comienza también gira y gira y gira y gira ¿para qué? Revisando las críticas que se han publicado en los medios oficiales parecen coincidir que los giros se hacen con acierto. Un acierto que no explican más allá de la técnica y la tecnología. Es cierto que algún efecto de luz, alguna imagen, están bien.
El problema es que la puesta en escena no deja que la obra suene y cante, fluya musical y teatralmente hablando. Tenga un ritmo aunque sea arrítmico. Hay errores como las oquedades o huecos que opacan y se comen las hermosas voces elegidas para esta ocasión. Cuando los cantantes vuelven la cabeza o pasan del peine a la corbata. A la que se añaden soluciones que tienen que ver con la imaginación del director de escena antes que con la imaginación de sus autores y con el libreto y la partitura.
Todo lo que se ve en escena parecen ocurrencias y no permite entender porque Lucio Silla, el dictador que da el título a esta ópera, se convierte en demócrata. Porque la protagonista se mantiene fiel a un padre y a un marido que la han abandonado. Porque Cinna odia a Silla con ese odio que le impide ver el amor que le canta Celia. Porque el amor de Celia por su hermano es diferente que su amor por Cinna.
En definitiva para qué se mueven y expresan como lo hacen. Para qué les acompaña la música en su deambular para arriba y para abajo portando cuchillos, metralletas, hasta aparatos para fumigar en esa inútil escena y, de nuevo, giro de escenario paradigmáticos de este montaje. De esa confusión entre movimiento y acción dramática que, incluso, tienen muchos de los críticos. Una confusión que en los muchos y buenos teatros de la capital no se ve y que indican lo bueno que sería que se trabajase con directores locales que conocen bien esta diferencia y el uso de la música como, por ejemplo, Carlota Ferrer, Miguel del Arco, Andrés Lima o Pablo Messiez, Alberto Velasco o Chevi Muraday. Incluso, contratar a Sanzol o Ron Lalá para montar una comedia o una opereta y hacer un espectáculo verdaderamente popular.
No es de extrañar que la cara de Ivor Bolton mude de la alegría y la sonrisa de la abertura a ese rígido rictus de concentración a medida que pasa la obra. Es como si tuviera que hacer un esfuerzo titánico para tratar de evitar que se transmitiera al foso el aburrimiento que emana del escenario, confirmado por los bostezos y el frotarse la cara y los ojos de varios espectadores. Así como el ridículo de algunas escenas, como casi todas las relacionadas con el dictador Silla, que también producen la risa nerviosa de algún que otro espectador que se esfuerza porque no se le oiga en alto ya que se da cuenta que no es el registro que se está utilizando y puede quedar fuera de lugar.
Por tanto, ¿qué queda de este Lucio Silla? Quedan, como ya se ha dicho, las voces. Queda la orquesta y su director. ¿Y qué falta? Falta saber porqué se ha programado, porqué se la subido al escenario, qué tiene que contar y cantar a los públicos de hoy, más allá de ser una pieza de museo y de estudio para académicos. Claro que la música es bonita y, en búsqueda de los aplausos del público, las arias son un más difícil todavía, como en el circo, para lucimiento de los cantantes que pueden con ellas, como es el caso de esta producción. Pero a la salida nada se oye sobre lo que se ha visto y mucho sobre los datos que se le han proporcionado a un público que va a la ópera como podría ir a cualquier otro acontecimiento que le diera clase, charme, status. Datos que le sirven para poder decir algo sobre esta producción y caer en el lugar común. A saber, que es una composición de juventud de Mozart, como si eso lo excusase y lo dejara todo dicho.
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