Only the sound remains o el sonido que deja un ángel al pasar

(c) Javier del Real

La unanimidad crítica con respecto al estreno en España de Only the sound remains de Kaija Saariaho en el Teatro Real resulta, como poco, sospechosa. Entre otras cosas porque toda nueva obra, todo nuevo lenguaje, uno tan personal como el que propone esta compositora, necesita un periodo de aprendizaje, un período de aprehensión, incluso lo necesita un público profesional como son los críticos.

El caso es que los adjetivos, es decir, la forma de calificar esta música, se repiten de una crítica a otra. Y en esa repetición el adjetivo más usado es el de onírico. Y la pregunta salta sola ¿es una música onírica? ¿Es una música para la ensoñación?

La respuesta está clara. No, no lo es. Es una música que en el momento actual exige estar despierto. Estar presente en la sala. Ser consciente. Estar atento al sonido, el sonido que queda, después de ser trabajado, programado, modificado/alterado, cincelado, pensado e interpretado. Una música exigente, como la vida (incluida la cómoda vida de riesgo occidental). Una música consciente de sus limitaciones y de la necesidad de ser puesta en escena para que en el choque de limitaciones con otras artes construir el espectáculo que se puede ver estos días en el Teatro Real.

Un espectáculo llamado a defraudar, a no causar entusiasmo entre las masas operísticas (las deserciones en el intermedio se hacen notar, aunque son menos de lo esperable). Varias son las razones. La primera, que siendo una producción lujosa, puede que a muchos no se lo parezca. A parte de Philippe Jaruossky, el famoso contratenor muy querido y apreciado en España por los aficionados a la música, pocos apreciaran el trabajo de Peter Sellars. Posiblemente por la sencillez y simplicidad con la que ha construido la puesta en escena, que tiende a la misma estilización de otros grandes de la dirección teatral a medida que cumplen años y adquieren experiencia, solo hay que ver los últimos espectáculos de otro Peter, pero inglés, Peter Brook.

Como tampoco apreciaran los grandes teloncillos pintados por Julie Mehretu, una de las pintoras más reclamadas por los coleccionistas privados y con lista de espera para comprar sus cuadros poco vistos en España. Entre otras cosas porque esta artista todavía no es objetivo de los suplementos culturales, de revistas de tendencias generalistas o Internet donde se alimenta un público culto pendiente y a la merced de las modas. Unos teloncillos que recuerdan los nenúfares de Monet, una versión aparentemente nocturna y gris. En el que la construcción social, mediatizada por las novelas, películas y series de terror, acepta que se produzcan los encuentros con seres fantásticos, como el muerto que vuelve en la primera de las historias de esta ópera o el ángel de la segunda.

Lo cierto es que Kaija Saariaho es un trending topic musical contemporáneo en el reducido mundo de la llamada música clásica. Estrenarla da un plus, como asistir a sus óperas da cierto marchamo. Pero esta obra va más allá, esta obra exigente, como se ha dicho anteriormente, pide interpretación en todos sus aspectos para que lo que se ve y se escucha en el teatro adquiera profundidad y densidad.

Pues esta obra tiene algo que contar. Tal vez no sea lo que piensa Peter Sellars. Esa bella idea de que lo único que nos queda de la persona amada cuando ya no está es su sonido, su voz. Realmente poético. Una poesía sobre la que ha estructurado una puesta en escena que, tal vez, no encaje. Aunque es bellísima en su simplicidad. Más estética que significativa. ¡Esas sombras! ¡Ese inmenso espacio vacío del escenario lleno de oscuridad y, también, de luz! Una luz focal, que enluce y ensombrece rostros y proyecta sombras.

Tal vez, esta obra sea aún más misteriosa. Ese misterio que cuenta el encuentro del ser humano con lo mágico. En la primera, Always Strong, con los muertos. En la segunda, Feather Mantle, con un ángel. Un encuentro del que poco queda. Ninguna prueba física. Ninguna evidencia excepto el sonido, la voz del que lo cuenta y lo canta. Los sonidos grabados, como psicofonías. Una vibración, una reverberación, que atravesó el cerebro de un oído a otro, una palabra que susurrada hace pensar en un presencia, en que ha pasado un ángel.

Y sí, ha pasado un ángel, Kaija Saariaho, por el Teatro Real. Y no, no tenemos la capacidad para balbucear y contar como ha sido el encuentro. Porque los asistentes son conscientes de que encuentro (musical) ha habido aunque sea imposible dejar evidencia de que se produjo cuando un aria no parece un aria y un dueto no parece un dueto. Solo hay que escuchar el respetuoso aplauso que recibe todo el equipo artístico cuando sale a saludar y los bravos que le acompañan. Un aplauso que, también es cierto, se hizo esperar un momento, un instante que sonó un silencio apenas perceptible. Sutil como esta producción.

No es de extrañar ya que esta obra provoca recogimiento. Un recogimiento individual y a la vez colectivo en el teatro que como en las catedrales, y el Teatro Real es una catedral operística de nuestro tiempo, transcienden la música y el libreto. Que piden al espectador estar presente para escuchar, oír, mirar, ver. Entender por las sensaciones aquello que es real pero que se resiste a ser cosificado, objetivado, clasificado, racionalizado, explicado. Como le ocurre a todo lo que es realmente bello, tiene belleza.

Como esta compositora y su obra escénica, consciente que de su presente, el presente actual, solamente quedará el sonido porque el teatro, la representación teatral, es, por definición, efímera. Mientras la partitura con sus notas y el libreto con sus palabras, permanecerán, se quedarán, tal vez sin significado ya. Solo con su sonido, su guturalidad, su interpretación con un instrumento o la pronunciación, fijado en una partitura, en una grabación, desprovisto del contexto contemporáneamente teatral que da un gran teatro y el público de su tiempo.

 

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