Porque la primavera no es un invento de los poetas

La primavera ha sido utilizada demasiadas veces como recurso poético, como metáfora fácil y cotidiana (y por tanto a menudo vacía) de juventud, amor, descubrimiento y vida. Hablar de primavera parece haber perdido cualquier clase de interés artístico. Diríase que el lugar de la primavera ha quedado limitado a las postales de felicitación prefabricadas y a los SMS. El pasado mes de abril salí muy temprano un día cualquiera por una calle cualquiera. Un cambio radical en el aire y sus olores me sacó de mis pensamientos. Quedé un buen rato en blanco, contemplando cómo el sol se filtraba entre las nervaduras de las hojas tiernas de un árbol. Después me fui a casa y comencé a escribir esta obra. Desde el fondo de algún abismo verde claro, un Vivaldi cómplice me sonreía.

Esto escribí a modo de comentario al finalizar mi obra Porque la primavera no es un invento de los poetas, para violonchelo solo. Era la primavera de 2007 y el violonchelista Trino Zurita me había encargado una obra para ser incluida en un proyecto de CD que estaba grabando. Aproximadamente un año más tarde el disco, “El violonchelo a través de 8 compositores andaluces”[1], vio la luz; en él se incluían, además de la que nos traemos entre manos, obras de Luis Ignacio Marín, Manuel Hidalgo, José García Román, Rafael Díaz, Enrique Rueda, José María Sánchez-Verdú y Ramón Roldán Samiñán.

Trino hizo un trabajo excelente con aquel disco, como el excelente músico que es. Pero mi obra tenía dificultades un poco peculiares y, para él, hasta aquel momento completamente inexploradas. La principal de ellas, en la que me centraré, es la de tener que usar la voz cantada a la vez que tocar una partitura de considerable nivel técnico. Yvan Nommick realza esta cuestión en el primer párrafo del comentario que se incluye en el libreto del CD, y que transcribo a continuación de forma literal porque resume bastante bien el planteamiento de mi música:

Esta pieza, escrita en Málaga en abril de 2007, y dedicada a Trino Zurita, podría llevar también, como la pieza de Manuel Hidalgo, el subtítulo de “para violonchelo y violonchelista”, pero aquí no se trata de la independencia de las dos manos, sino de la presencia simultánea de la voz y el sonido del violonchelo: el violonchelista tienen que cantar bocca chiusa (con la boca cerrada) a la vez que toca su instrumento. Desde nuestro punto de vista, la pieza se estructura en torno a las siete notas largas emitidas por la voz –por orden de aparición: Mi-Sol#-Sol#-Sol#- Fa#-Mi-Si- que son , en realidad, una alusión fina y discreta a las siete primeras notas de La primavera, el primero de las cuatro conciertos que componen Las Cuatro Estaciones op. 8 de Vivaldi. Sobre cada una de estas notas el violonchelo crea un delicado halo sonoro compuesto de notas tenidas y de armónicos que establece la atmósfera contemplativa de esta pieza, de la que emergen tres llamadas de cuartas melódicas. Tres crescendi, en los que se forman acordes de quintas apiladas, aportan el necesario elemento de tensión de la obra.

La utilización de la voz humana es una de mis mayores pasiones innumerables veces confesada. Y de un modo especial me apasionan las voces de los músicos no cantantes, casi siempre a medio educar y a menudo ocultas por el pudor de saberse imperfectas. Pero todos tenemos voz propia, única e irrepetible, y lo que trasmitimos a través de ella no puede ser reemplazado por ninguna otra cosa de este mundo. De entre los instrumentistas de formación clásica son siempre los vientos los mejor dispuestos para colaborar en este tipo de experiencia; dentro del catálogo habitual de sus técnicas extendidas aparecen diversos usos de la voz, y al fin y al cabo desde la antigüedad comparten con los cantantes el arte de modular el aliento, de convertir el soplo en vibración musical.

En cambio los tañedores de cordófonos viven, en general, muy lejos de sus diafragmas; aunque deben respirar para vivir no necesitan hacerlo de ninguna forma especial para tocar su música, así que no desarrollan ninguna conciencia demasiado sofisticada a ese respecto. Así que, ante el reto de cantar notas pedales afinadas como las solicitadas en esta obra (efectivamente, las notas del comienzo de La Primavera de Vivaldi sometidas a un proceso exagerado de aumentación), el chelista se ve enfrentado a algo mucho más profundo que la mera dificultad técnica: debe conectar con una zona de su ser que habitualmente no está presente en su percepción mientras toca su instrumento. Una zona de su ser que es el reino de la respiración y de la emisión vocal y que, como bien saben todas las tradiciones espirituales del planeta, es capaz de armonizarnos poderosamente y de hacernos experimentar sensaciones únicas si sabemos recorrerla con sabiduría.

Ojalá esta invitación mía a la meditación a través de unas pocas notas robadas a Vivaldi permita a otros chelistas, como sospecho que ya sucedió con Trino, explorar nuevos territorios interiores. Y ojalá que los que escuchen la pieza se tiñan de verde claro, como me ocurrió a mí mientras la componía.

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Notas


[1] Dep.Leg.:MA-874-2008.


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