Raza, feminismo, música y cuerpo conjetural en Robin James
Se habla a menudo de que el feminismo ha aportado nuevas formas de relacionarse basadas en los cuidados. No queda claro, sin embargo, cuál es el impacto de estos modelos de relación para la estética y la filosofía del arte, aunque son ya numerosos y fundamentales los trabajos sobre distintas disciplinas artísticas desde el feminismo. Algunos autores han sugerido que se podría hablar de “estética de los cuidados”, algo que implicaría repensar completamente gran parte de las asunciones que configuran lo que consideramos relevante para la estética y la crítica de arte. Expondré brevemente la propuesta de Robin James en The Conjectural Body. Gender, Tace and the Philosophy of Music (Lexington, 2010).
Desde su punto de vista, si analizamos detalladamente algunos juicios estéticos, debemos reconocer que esconden posicionamientos racistas (o, al menos, raciales) y patriarcales. Por ejemplo, cuando se determina que el rap es (más o menos) “negro” o que el rock es “blanco”, aparte de la adjetivación de la música basada en lo racial, se esconde la creencia de que lo blanco responde a lo que se aleja de lo corporal: lo intelectual, lo racional, lo organizado de “lo blanco” frente a lo corporal, rítmico, y caótico de “lo negro”. Es decir, la cuestión que se pone sobre la mesa es, en palabras de Paul Gilroy sería “¿qué problemas analíticos especiales emergen si un estilo, género o una interpretación particular de la música es identificada como expresiva de la esencia absoluta del grupo que la produce?”. Esta pregunta cruza, como vemos, la configuración del análisis musical con respecto a una expectativa de lo que la música debe satisfacer (una esencia de un grupo), la consideración de que la música es “expresiva” (de qué o cómo es otro asunto) y, sobre todo, que el grupo que la produce tiene una consciencia unitaria de sí.
James establece, a partir de ahí, una crítica a los “puntos de referencia” (landmark) que tomamos como prominentes en nuestra experiencia. Para ella, hay música que rechaza la existencia de “una estructura formal en nivel macro que organice los eventos en el nivel micro” y que asume “la predominancia de lo indeterminado, las relaciones irracionales” (22) –toma como ejemplo It’s Gonna Rain, de Reich-. Sin embargo, se le atribuyen determinados elementos macro y tenemos una tendencia a determinar lo indeterminado. Sería un préstamo de nuestra forma habitual de relacionarnos con la experiencia, en la medida en que pre-identificamos lo que se nos da en la experiencia atendiendo a aquellas características que nos permiten clasificar lo desconocido en alguno de los cajones que conocemos. Y ahí destaca la raza o el género. Por eso, para James habría que repensar esta preclasificación o preidentificación de corte político (raza, género) para desarticular cómo nos relacionamos también con los productos culturales y, en concreto, la música. Este asunto es clave para reflexionar, desde otra perspectiva, la tendencia de algunas corrientes feministas a considerar que habría una écriture féminine (Irigaray, Cixous, Clement, por ejemplo). James no pretende eliminar la diferencia, sino acudir a cómo tenemos un límite frente a lo que estrictamente se piensa como irracional, inarticulado, indeterminado. Desde su perspectiva, los puntos de referencia se suelen “tomar como representativos de la experiencia completa cuando, de hecho, son todo menos representativos”. Rechaza, así, asumir que “nuestros cuerpos están racializados o articulados desde un género” en la medida en que “no se componen según una lógica predeterminada de raza o género o cualquier otra identidad social”. A su juicio, “la experiencia corporal es “irracional” o in-descomponible (un-decomposable) porque… no se “compone” previamente”. Lo mismo sucede (o debería suceder), a su juicio, con la música que es crítica con la tradición. Es decir, para ella, si en la música se exigen ciertas “entidades fijas” que sirven como anclaje composicional y experiencial estaríamos traduciendo, por así decir, una postura política concreta con respecto a los cuerpos. La experiencia no domeñanada de lo corporal y lo derivado musicalmente de ella exige dejar surgir “patrones resultantes inesperados” (unexpected resulting patterns).
De esta manera, lo que se espera que la música “exprese”, a su juicio, no puede ser en ningún caso “la música en sí misma”, sino su coincidencia o divergencia con “varios sistemas de privilegio” de determinadas identidades sociales. Un complejo de relaciones sociales se expresa no solo en la música, sino también en aquello que se esconde cuando decimos que es buena, pop, o clásica. En este sentido, sigue a Jason Lee Oakes cuando señala que “la música mala no puede indentificarse solamente en referencia a los sonidos en sí mismos” (26). Por tanto, las identidades sociales no son extramusicales –como tema o elemento expresivo de la música- sino que específicamente marcan lo que puede ser música. Este asunto no es radicalmente novedoso, aunque sí cabe remarcar el matiz que aporta. James no señala, simplemente, que la historia de la música está hecha por y para hombre blancos, heterosexuales y occidentales, sino que no habría nada estrictamente “intramusical”.
James se basa, fundamentalmente, en lo que ha venido denominándose en musicología “música popular”. Pero no por una cuestión escolar, sino porque considera que la música popular está feminizada y es un punto de mira para pensar más allá de la filosofía marginalizante. Por tanto, es un espacio para pensar modelos alternativos al patriarcado. Y es que, si se rastrea como se ha considerado todo lo que no es “música clásica, culta, académica” o la filosofía (con mayúsculas) encontramos –no por casualidad- atributos también asociados a lo femenino: “superficialidad, encanto, belleza, entretenimiento, afecto, accesibilidad y simplicidad”. En la cultura occidental, a su juicio, lo pop se ha considerado o bien como insuficiente para el discurso filosófico de calado o bien como una puerta “exótica” de acceso a lo serio, atractiva para los no iniciados. Dedicarse a músicas no “clásicas, cultas, académicas” o a temas fuera de lo que se llama los “grandes asuntos de la filosofía” (¡hay, por cierto, una asignatura que se llama así en las facultades españolas!) es, en muchas ocasiones, denigrado también, a su juicio, siguiendo el principio paternalista de que se debe a la incapacidad de “tomar decisiones racionales, informadas y con valor”(xviii). Por eso, enseguida se rechaza en lo académico lo pop –a menos que sea entendido como irónico o una burla intelectual- como comercial o infantil, pues así se construye un marco para lo puro y lo auténtico, como verdadera “autoexpresión”, como estrategia de resistencia de los privilegiados frente a las estructuras que ellos mismos han cooperado en crear. Su toma de partida por el pop abre preguntas a la música contemporánea o de nueva creación –los nombres son también un problema teórico en sí mismo-. En concreto, cuestiona de forma velada si no son valores patriarcales también la búsqueda personal de un lenguaje más allá de la convención mayoritaria, si no se basa en una individualización rebelde solo apta para aquellos que no tienen que romper con la desigualdad, si la determinación contra lo comercial en lugar de ser un bastión contra el capitalismo y el consumo masivo no es, en realidad, una forma más de expresión de la fuerza masculin(izad)a frente a lo que se opone como diferente.
Aplica su propio posicionamiento sobre este rechazo a lo meramente intramusical y asume que la música occidental está configurada desde un entramado que es patriarcal y masculino de base. Por ejemplo pone en duda la tendencia al virtuosismo, que incide en la fuerza, la distinción, el “músculo”, la agresividad, la competitividad. No cede, así, al relativismo. Defiende el juicio estético, pero rechaza que se asuma aproblemáticamente que se puede incidir en lo intramusical –o intraartístico- en general sin asumir lo político de ese supuesto “intra”, que es una reproducción de categorías sociopolíticas marcadas por la diferencia de género y raza, en la medida en que para ella solo existe la música “definida en términos raciales y de género” (148). En breve, su propuesta declinaría la posibilidad de pensar el material sonoro, como se ha propuesto en numerosos contextos de los sound studies –y, de hecho, se considera como uno de sus logros- a favor de pensar qué cruces se dan entre el material y lo social, es decir, entre el material y lo material. En pocas palabras, “la música no es un mero ejemplo de identidad racial o de género”, en tanto se asume que es capaz de expresarla: “a diferencia de la performatividad, en la cual el sujeto performativo se produce en el propio proceso de su performance, la expresividad requiere que haya algo o alguien ya existiendo que se hace manifiesto o “se expresa”. A su juicio, en música, raza y género, “se co-crean y determinan mutuamente” (12). Así que el ejercicio que propone es romper con esta idea de la expresividad musical como derivada de lo intramusical y proveniente de un sujeto u objeto constituido previamente. La simultaneidad de lo sociopolítico y lo musical, que termina derivando en una in-diferencia, nos pone ante la situación de quedarnos sin muchas categorías que han servido como anclaje para el pensamiento musical tradicionalmente. Es urgente el ejercicio de quedarnos sin referentes para dejar de reproducir veladamente aquello contra lo que nos posicionamos.
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