Reinar o vivir ¿es ese el dilema?

(c) Javier del Real

Inicia el Teatro Real la temporada con Roberto Devereux. Un inicio que se ha convertido en todo un fenómeno social. No por la música. No porque Donizetti, el proscrito de Mortier, vuelva al teatro. Lo que ha llamado la atención en este poblachón manchego que es Madrid y que irradia su forma de ser y estar en el mundo a toda España, no mucho más allá, es la escenificación de ahora quién se acuesta con quién, de quién es pareja de quién, quién tiene más clase, estilo y donaire que quién. Dicen que eso eran los teatros de ópera antes. Visto lo visto, también lo son ahora. No parece haber cambiado.

Hay que mantenerse muy centrado para no ceder toda la crónica sobre este estreno a las páginas de sociedad. También, para no caer en los análisis al uso de cómo lo hizo el director de orquesta, los cantantes, sus coloraturas, sus “dos de pecho” en los distintos momentos de la obra, etc. Pues el montaje, el marketing, la crítica y la academia vuelven a esos derroteros, con el cambio de dirección artística del teatro. Olvidándose de los contenidos. Todos los artistas quieren contarnos algo. Todos los involucrados hacen y ofrecen una interpretación. Como dice Joan Matabosch, director artístico del Real, en la entrevista que le hace Sul Ponticello este mes con motivo del comienzo de la temporada, la ópera es un género necesitado de interpretación. Interpretación que es de un tema, que en el caso de la ópera se construye con literatura y música, con drama musical. Toda obra de arte de cualquier época tiene algo que decir. Y si mantiene su vigencia es porque tiene algo que decir aquí y ahora.

¿Y qué le cuenta Roberto Devereux al público contemporáneo? Los problemas que a una soberana, una reina, Elisabetta de Inglaterra, le plantean sus deseos amorosos por el Conde de Essex, el Roberto que da nombre a la ópera. Unos deseos que van en contra de lo que la sociedad le dicta, pues no se puede querer, y menos amar, a un traidor. Deseos no correspondidos, correspondencia no aclarada. La historia de una inquietud y una desazón que no tiene con quien compartir excepto consigo misma y, sin embargo, su entorno ve, siente y desaprueba. El eterno enfrentamiento entre razón y corazón. Una reina que tiene un favorito por el que no debe, aunque puede, mostrar favor. Una mujer, igual que podía ser un hombre, que necesita consuelo lo mismo que satisfacción. Esto es lo que ve y escucha el público. Un público soberano, como se es en los estados democráticos, donde la soberanía reside en el pueblo. Sometido, también, a los conflictos entre la razón y el corazón.

Tal vez, un director de escena más atrevido, menos elegante, que Alessandro Talevi, hubiera sido más obsceno o explícito en el planteamiento sexual de la historia. Al estilo bronco y poco sutil de algunos directores que proceden de los antiguos países del este y del que se han podido ver excelentes ejemplos en el coso madrileño. En la propuesta de Talevi el amor es algo más elevado, menos físico, más mental que sexual. Excepto por esa reina que se pasea vestida de rojo, el color de la pasión, entre la grisura y la oscuridad que la rodea. Una nota de color que en este montaje solo resulta evidente cuando se piensa, se analiza la propuesta. Hay más detalles, no muchos, como estos. Que funcionan al mismo nivel perceptivo. Por eso, se entiende poco esa metáfora con las arañas. Y menos esa aparatosa araña-trono mecánica en el que la reina se pasea por el escenario. Aunque, es cierto, que funciona al final de la obra con Elsabetta sentada en ella a cantando la cabaletta final. Una reina que reclama su consideración de persona, por tanto, necesitada de consuelo y de misericordia, de la presencia de otros cuerpos. Leída así, la construcción musical de Donizetti y su libretista, que evita el lucimiento vocal de la cantante obligándola a cantar párrafos uno  tras otro, no es un avance o un hallazgo técnico. Es una necesidad poética. La necesidad de hacer que el espectador se compadezca con ella y al hacerlo, entender y sentirse, con la música, con el canto, la mujer que teniéndolo todo, o mucho, ha perdido lo único que le importa y con esa pérdida, ha perdido la vida que realmente quería vivir, que deseaba vivir.

Esa es la clave, cómo debe sonar la orquesta, cómo se debe cantar el deseo y su frustración para que esta ópera sea humana y para seres humanos. Para reconocerse y entenderse. El montaje que se puede ver en el Teatro Real es un buen ejemplo. Siempre que se pase por alto la ausencia explicita de esa parte física que incluye el deseo. En este caso, de nuevo, muy tenue en su presentación. Tratada para una percepción sutil. Pues es difícil enamorarse de esa reina, tal y como se la presenta en escena, en el cuerpo de la soprano Maria Pia Piscitelli embutida en un traje rojo, maquillada y peinada en un estilo que parece la siempre sorprendente diseñadora de cabecera del punk Vivienne Westwood. Igual que se entiende su pasión por el Conde de Essex, tal y  como se presenta al tenor Ismael Jordi Ismael Jordi (al que no hay que perderle la pista) en este papel, con cierto aire de príncipe Disney (incluida la coleta) sin edulcorar. Y de este por Sara, la duquesa de Nottingham, un constructo de la imagen de la mujer en esas parejas que uno al verlas dice que ella y él pegan. Intérpretes que saben colocar la voz para que la partitura se oiga y se entienda, aunque no se domine el idioma, a un nivel sentimental, es decir, de sensaciones y entendimiento. Lo mismo que la orquesta, que el director Andriy Yurkevych hace sonar simplemente la música como pocas veces en gran parte de la representación, incluida la problemática percusión. Todos ellos componentes de un segundo reparto cuya calidad no justifica butacas ni palcos que se quedan vacíos porque que el tam-tam de la ópera dice que el bueno es el primer reparto. Sobre todo la soprano Mariella Devia y el director Bruno Campanella. Motivo por el que muchos abonados han solicitado cambio de entradas a los días que el primer reparto está programado, perdiéndose al segundo y una buena noche de ópera en pos de un rumor que la crítica no ha confirmado, más bien parece querer decir lo contrario sin atreverse a hacerlo de una forma clara y directa. Una crítica que también se debate entre reinar o vivir. Entre reinar sobre sus lectores o hacerlos vivir, vivificarlos.

 

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