Rodelinda o la ópera no es cosa de niños

(c) Javier del Real

Viendo Rodelinda de Händel en el Teatro Real se piensa, pero ¿qué ha pasado? ¿Dónde se ha quedado la brillantez, la emoción, la inteligencia y la humanidad de Billy Bud? Esa espontaneidad que hacía que uno se olvidase de si canta fulanito o menganita. De si es o no es tenor o castrado. De si la orquesta suena o deja de sonar así o asá. Aquello era un espectáculo musical, uno de los mejores que han pasado por el teatro y por la cartelera madrileña. Un espectáculo que pone de manifiesto todas y cada una de las deficiencias de esta Rodelinda.

Entiéndase bien que se aprecia en el foso y en la escena la calidad de los materiales y de los componentes. Lo que hace más difícil de aceptar lo que se ve y se oye. Porque no es, como propone este montaje, una ópera que hable de Flavio, el hijo pequeño de los protagonistas. Habla de un matrimonio empeñado en salvar a su familia. Una Santísima Trinidad formada por Bertarido, Rodelinda y Flavio. Y hay que recordar que en ese salvar a la familia se justifica el homicidio que comete Bertarido.

Por tanto, los traumas infantiles que tan profusamente se ven en escena a través de dibujos al estilo Tim Burton son, como la casa que gira, una simple distracción. Fuegos de artificio, y como estos, bonitos. Una bonita forma de despistar al personal que aplaude casi cada número. Y es que el discurso sonoro y del libreto importa poco o nada. Tampoco al respetable que, educado en el barroco fundamentalmente a través de los conciertos, cree que el hecho de que las cosas y las personas se muevan, suban y bajen, ya es de por sí ponerlo en escena.

Todos ellos han leído y oído demasiadas veces el mantra de que la música barroca es estática. Mantra que hasta los expertos se creen. Una música a la que hay darle movimientos, “darle alas”, porque si no el público se aburre. Con esta regla de medir Claus Guth, el director de escena, ha preparado un escenario que se mueve sin fin. Gira y gira, como ya hiciera en Parsifal. Y en esos giros parece marear a los cantantes e hipnotizar a la orquesta y al público.

Así, llega un momento, en el que Bertarido que ha visto y oído, según este montaje, ceder a su mujer ante la amenaza de muerte de su hijo, el hijo de ambos, canta desconsolado la infidelidad de ella. ¿Perdón? ¿No había cantado él un poco antes y en la misma escena el amor que le tenía a su hijo y lo qué había sido y sería capaz de hacer por él? ¿Y ahora es incapaz de entender lo que está haciendo ella? Por tanto, la belleza de ese aria se pierde por la incongruencia con la que se ha (re)dramatizado y puesto en escena. Escena que explica lo que pasa en el resto del montaje.

Como resultado lo que se ve y se escucha van cada uno por su lado. Se ve a Ivor Bolton disfrutar en el foso de la música. Y uno se puede imaginar lo bien que se lo han pasado el director de escena y el dramaturgo que ha colaborado con él. Y ya no se sabe si se usa la música como ilustración de las imágenes convocadas o las imágenes como ilustración de la música que se toca. Como cuando se pone este tipo de música a algún tipo de película que nada tiene que ver con ella.

El caso es que resulta difícil hablar de qué va esta obra. Qué es lo que cuenta. Cuál es el arco dramático que dibuja la música, pues la música se oye a modo de cortes de un disco o como si la estuvieran destripando en la radio. Y al final, por mucho que digan, lo que se pierde es la música de Händel, que sonar, sonó, pero no se entendió y la dejó como un objeto de museo al que se le hubiera puesto la mejor luz del momento actual. Sin entender que la mejor luz del momento no es una buena luz para apreciarla, para paladearla, para disfrutarla con los sentidos y, por tanto, con el pensamiento y emocionarse. Un pensamiento musical que poco a poco va desapareciendo en aras de un análisis de los elementos y de las herramientas musicales. Una categorización que tranquiliza conciencias al darles un orden. Al darles órdenes que ellas acatan. Como a los niños.

 

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