Teamlab, arte inmersivo… con baja inmersión sonora

Hay que reconocer que el término “arte inmersivo” es atrayente. ¿Quién no querría estar dentro de la obra de arte. Romper, de una forma definitiva, esa cuarta pared que nos separa de la obra es un desafío que cualquiera está dispuesto a experimentar, si le dejan. El problema, como suele ocurrir con todo lo artístico, es la propia obra. El que ésta sea o no inmersiva depende de sí misma, de su conformación, de cómo esté planteada y si hay algo de genio detrás.

En este caso nos animamos a ir a ver tres instalaciones de teamLab, un colectivo artístico multidiscipliar japonés, fundado por Toshiyuki Inoko en 2001, que explora “una nueva forma de relación de los seres humanos con la naturaleza y el mundo que nos rodea” a través del arte digital. Las instalaciones todavía pueden verse durante unos días en el Espacio Telefónica, en Madrid.

El problema esencial de las tres piezas es que, a pesar de sus varios cientos de profesionales (sic) de todas las disciplinas –artistas, programadores, ingenieros, creadores de animación digital, matemáticos y arquitectos- parece que no había un solo músico o un artista sonoro entre ellos. Una pena porque visualmente las tres propuestas tenían su “aquel”. Quizá la más simplona fuera la de las mariposas, cuya única interacción –eso sí, sobreinformada mediante cartelitos en todas partes- era el hecho de tocar la pantalla y que las mariposas aparecieran formando una nube. Dicho así, puede resultar muy poético, pero lo cierto es que quedaba escaso en este sentido (cualquier Haiku supera con creces en sugerencia y visualidad a esta instalación) y en otros también. Las otras dos instalaciones –Black Waves: Lost, Immersed and Reborn, dedicada a la interacción de las olas del mar e inspirada en la famosa ola de pintada por Hokusai en el siglo XIX, y la otra, Enso – Cold Light, una reinterpretación de la práctica Zen de pintar un círculo de trazo de grueso pero llevada a lo tridimensional- eran otra cosa, bastante más interesantes ambas.

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Sin embargo, la sensación de la visita fue todo menos inmersiva. Y enseguida nos dimos cuenta del porqué: el aspecto sonoro estaba totalmente descuidado. Un continuo pianito con atributos del más vulgar chill out acompañaba… ¡sin diferenciar entre instalaciones! al visitante. Resultaba realmente asombroso cómo el despliegue de tecnología que permitía generar imágenes complejas en tiempo real no hubiera contemplado algún procedimiento similar, compuesto y programado por un músico o un artista sonoro (o si no lo tenían, ¡alguien!, ¡alguien, por favor, que supiera tratar el sonido!). Todo un despliegue de cientos de “ultratecnólogos” (como ellos mismos gustan llamarse) y ni un triste humano que sepa tratar lo sonoro… Una lástima.

Seguramente el error fue no analizar cómo el ser humano percibe las cosas. Salvo los sordos (a los que podría haberse sustituido lo sonoro por alguna cuestión táctil, por ejemplo) todos percibimos de forma conjunta una unidad conformada por los diferentes sentidos, discernible, sí, pero una unidad al fin y al cabo. Si uno de los sentidos queda atrás (y ojo, que esto no descarta el silencio), la unidad se resiente y la inmersión suele quebrarse. Además, siempre que algo no funciona suele distraer de tal forma que hace que el resto baje unos peldaños en interés.

Una pena. Seguimos preguntándonos asombrados cómo es posible que entre cientos de “ultratecnólogos” no hubiera un señor que supiera tratar lo musical-sonoro de una manera al menos decente. Mientras tanto, queda también en nuestra mente una pregunta sobre la validez, como hecho autosuficiente, del esquema conceptual de lo “inmersivo”. Si se pretende únicamente una experiencia sensorial o quiere caminar hacia otras trascendencias. La de los sentidos y cómo el cuerpo responde a los estímulos es una opción, pero hay más, y generalmente compatibles. Quedan ahí múltiples preguntas, lo que, al menos, da un valor positivo a la visita.

 

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