The great tamer, darse el lujo, bailarse un vals

(c) Julian Mommert
Hay que negarsea usar tópicos después de ver The Great Tamer de Dimitris Papaioannou en el Centro Internacional de Artes Vivas del Matadero de Madrid. Lo lógico es que cualquier artículo sobre dicho espectáculo comenzara situando quién es este conocido coreógrafo que se ve por primera vez en Madrid. Y continuar hablando de la expectación que ha provocado su asistencia, de la desesperación, figurada, por conseguir una entrada. Hacerlo así, es no hacer justicia a un espectáculo que está pidiendo a gritos estilización, refinamiento, belleza y lujo a la hora de hablar del mismo.
Sí, se trata de un espectáculo exigente consigo mismo y con quien lo vea. Mucho. Una obra que se nota y se palpa que es la estilización de un lenguaje, de una gramática suficientemente probada. Una que se ha aprendido a escribir a base de hacer mucha “caligrafía”. Solo así se puede explicar la sencillez con la que se producen las transiciones entre escenas. Tan fácil como llegar al borde del escenario y salir. Como esa vez en que uno de los bailarines se arroja al vacío, salta, desde el borde elevado de la parte de atrás del escenario. O cuando dos bailarines, un hombre y una mujer, llegan al borde lateral del escenario después de recorrerlo revolcándose el uno en el otro, como los pelos de una hidra, en posturas que para sí quisieran probar todos aquellos y aquellas que estudian el Kamasutra, y simplemente desenlazarse, colocarse la ropa y salir de la sala tranquilamente andando.
Para apreciar este trabajo es necesario mirar en su profundidad. Abandonar esa mirada que se ha construido a base de libros y profesores que enseñan datos, esquemas, teorías pero que no fomentan entre sus alumnos la construcción sobre eso que les han enseñado sino su repetición. Un aprendizaje raro, por poco enseñado y practicado, en el que uno se va desembarazando de todo lo aprendido, a medida que se crea un pensamiento propio y se convierte en una libre singularidad. Tan bien representado en esa escena en que el maestro y amante fractura toda esa falsa escafandra de escayola clásica con la que se le acerca el joven que ama. Y, cuando le ha liberado, verle partir hasta perderle de vista en el horizonte.
Lo singular, lo único, es un lujo que esta sociedad adora y que, a la vez, no se permite. The great tamer pertenece a esa singularidad. A ese lujo que la mayoría no es capaz de apreciar, porque el lujo es marginal, no está hecho para muchos sino para unos pocos. Sí, este es un espectáculo elitista por los materiales, el trabajo artesano, el conocimiento y las referencias con las que esta hecho. Es un trabajo en el que el estudio y el esfuerzo ha dado lugar al pensamiento, un pensamiento que sustenta la belleza, lo bello, que expulsa lo bonito, lo agradable, en definitiva, expulsa la falsificación de la vida que son la única forma que hemos encontrado de vivirla y sobrevivirla.
Por eso este espectáculo empieza con un cuerpo vivo, que se desnuda, y que se convierte en muerto simplemente al colocarle un sudario. Un sudario que un leve viento levanta para volver a presentarlo vivo. Acción de cubrir y descubrir que se repite varias veces durante todo el espectáculo. ¿Morimos o nos presenta como muertos todo eso con lo que nos vamos cubriendo? ¿La única forma de estar vivos y de vivir es desembarazarse de eso que nos cubre o con lo que nos cubrimos? Porque ¿nos es bello el cuerpo desnudo, a la intemperie?
Cuerpo presente. Presencia del cuerpo. El cuerpo del deseo. El cuerpo del amor. El cuerpo bello. Cuerpos que surgen en definitiva de una respiración agitada en la oscuridad, como la de los astronautas, esa que acompaña a los millones de coitos que se dan en la noche. Cuerpos terrenales que saben a tierra, que huelen a tierra. Cuerpos que buscan el equilibrio inestable para mantenerse en el mundo, como intentan equilibrase con otros. El cuerpo de otro, un cuerpo del amor en el que depositar los abrazos, el cariño y el deseo. Y el cuerpo propio. Ese del que disfrutamos, por ejemplo, cuando nos bañamos.
¿Qué sabemos de ese cuerpo cuando lo estudiamos? ¿Qué es ese cuerpo que solo son vísceras y un conjunto de huesos que ni siquiera sabemos como se mantienen unidos? Tanto libro, tanto estudio para no saber nada, absolutamente nada. Conocimiento que ponemos en la mesa. Del que nos alimentamos como los caníbales que somos, porque consumimos continuamente cuerpos (¿no es eso lo que hacemos con la prensa del colorín, las estrellas de cine y el porno?).
Mientras, nuestro cuerpo se consume. El consumo que hace que el joven sosias de Papaioannou de paso al viejo sosias del coreógrafo. Son el mismo pero ha pasado el tiempo. Sin embargo, ese paso del tiempo no ha cambiado los pasos de baile, la posición desde la que bailan. De nuevo recordando cuáles son sus palabras, su gramática. Aunque el tiempo pasa (¡qué bonita esa ola que se produce andando y que hace cambiar el color de los paneles del suelo!) y aquellos bellos cuerpos que ocupaban la naturaleza, aquel edén de la mies y la pastora, cuando el silencio era la música que acompañaba al hombre y a la mujer, que ahora parecen imposibles, aparecen con toda su posibilidad y su detenimiento en este espectáculo.
La mismas posibilidades que se tiene ahora de bailar un vals. El vals que suena como banda sonora de esta lujosa pieza, apta para espíritus sensibles a la belleza, la belleza de verdad. El vals del Danubio Azul de Johan Strauss II que Stephanos Droussiotis ha adaptado para este excesivo espectáculo, para un espectáculo que está vivo, que late. Pasos y latidos que descolocan las reglas. Desregulados en su asombrosa regularidad, su asombroso conocimiento del movimiento, la presencia en escena, la luz, el tiempo, los materiales, la materia para preguntar poéticamente ¿qué sabemos sobre nosotros? ¿Qué conocemos? Seguimos sin saber nada, una nada a la que nos debemos enfrentar cada uno para volver a nada. Para dejar nuestras naturalezas muertas. A las que hoy, nuestra sociedad, aporta como elemento estético, como elemento artístico una bolsa de basura llena de residuos metálicos.
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