¿Para quién escribe usted?: Dieter Schnebel y el arte político

Si escribo estas líneas, es porque Schnebel se ha muerto. Qué tremenda pérdida. Y por una curiosa y triste coincidencia. Hace ya unos cuantos años, en 1972, se publicó el único volumen que existe, que yo sepa, con todos los escritos de Schnebel hasta el momento. Se trata de Denkbare Musik, “música pensable”. Un día justo antes de su muerte, había encargado el libro de segunda mano por un precio de chiste, entre otras cosas, para escribir algo sobre él en esta revista. Y luego se fue. Así que pensé que probablemente tendré mal karma o mal agüero o algo por el estilo si no tomaba esta terrible casualidad para homenajearle. De entre todos, he seleccionado «Autonome Kunst politisch. Über eigene  Sprachbarrieren» [«Arte autónomo político. Sobre barreras lingüísticas propias»], que es con el que se cierra el libro.

El concepto de arte político tiene un largo alcance inabarcable aquí. Cabe remarcar, sin embargo, dos aspectos sobre este asunto en el texto de Schnebel. Por un lado, su optimismo militante, algo difícil de encontrar de forma tan explícita después de los años 70 en otros autores, algo más comedidos con respecto a las bondades entre arte y política. Por otro lado, la no tan contextual y más interesante tendencia al desencaje entre el contenido explícitamente político y la posibilidad de considerar un arte como político. Es decir, para Schnebel, el posicionamiento político del arte consiste en la reflexión sobre cuál es el lugar social, en cada caso, del arte, así como qué papel juegan los componentes del arte, tanto su constitución como su recepción.

Schnebel trata de explorar qué condiciones y qué presupuestos se esconden tras la concepción del “arte político” y, en concreto, en el ámbito musical. Él parte de la crítica de aquellos que buscan una música o un arte “claro” y “comprensible”, contra las tendencias que se declaran como explícitamente políticas, como el arte de acción o el teatro callejero, pues parece que solo dejan abiertas su complejidad y alcance para iniciados. Asimismo, se oponen a aquellas tendencias más intelectualistas, que revocan la claridad de su técnica, y, por tanto, refrendarían el estado de incomprensión y no abren, como pretendían, un espacio alternativo de experiencia estética. Parecería que, según esto, en el arte contemporáneo existe una contradicción intrínseca, en la medida en que, en tanto arte, se dirigen al público en general pero, al mismo tiempo, su propia configuración pone en jaque la participación multitudinaria y cotidiana del común de los mortales. Siguiendo una línea adorniana, Schnebel rechaza el arte meramente comprensible, pues para él limita las posibles “aventuras” de la música contemporánea. Pone en duda que el arte, se declare como  más o menos político, tenga que pasar por el criterio de la comprensión, si esto significa la adaptación a criterios preestablecidos de comprensión. Por otra parte, Schnebel señala que el contenido explícitamente político no garantiza la incidencia en lo político. Tal es su crítica a Un fantasma si aggira per il mondo (1971), de Luigi Nono. Para él, pese a su contenido marxista, sonoramente, podría ser “música de iglesia” [Kirschenmusik]. La pregunta que se formula, entonces, es para quién y cómo se dirige tal arte contemporáneo.

Él quiere ir más allá: para él, el arte político tiene que tender hacia la emancipación, que entiende como una “conciencia nueva y correcta” (sic) [neues und richtiges Bewusstsein], así como un “enriquecimiento emocional” [emotionale Bereicherung]. Él rechaza, de esta manera, el efecto directo, como pretendían algunas obras de Nono o de Henze. No cree que sea posible un nuevo lenguaje, sino asumir cómo gestionar aquellos materiales ya dados de una forma diferente:

“Aquí, actuar políticamente significa: encontrar una selección de material
que sirva como renovación
cuya fuerza de novedad (‘modernidad’) despierte interés;
que ayude a la realidad a salir de su cosificación y que la haga experienciable de nuevo; crear procesos
que permitan su identificación, y no que queden aislados para cada cual;
que hagan que la comunicación endurecida se convierta en real, en la cual aparezcan también entonces sentimientos fuertes y frescos:
que liberen el descanso (‘recreación’) y la actividad real, después de que hayan degenerado como vacíos de contenido;
que estimule la fantasía – lo que también podría tener un efecto en la acción política, incluso revolucionaria”. (480).

Asume, de este modo también siguiendo a Adorno, que justamente lo incomprensible de la música –y en general del arte- es lo que lo convierte en elitista pero también en fuerza de resistencia frente a las estrategias de cosificación. La risa que habían producido algunas obras, como el Concierto para piano de Cage en 1958 o algunas obras posteriores en el público no habituado implica para él la constatación de un miedo social: la de que el suelo sobre el que se pisa en las definiciones del arte se tambalea.

El caos, después de 1968, ha quedado “organizado”, estructurado dentro de las lógicas de la cultura de consumo. Para Schnebel, la clave sería acudir a lo emocional, a lo aún no controlado por las lógicas de la administración: lo vergonzoso, el exceso. Es decir, no se trataría de dar con nuevas formas o materiales, sino en articular una organización de los mismos que genere un mundo emocional no reducido a las estructuras de expresión encapsuladas que el arte propiciaba. Este proceso pasa por una toma de conciencia, por parte del propio artista, de su lugar social: la producción artística debe, a su juicio, reflexionar sobre los sedimentos sociales de sus materiales así como la ya-politizada actividad del artista. Hoy, “ser artista” implica una actitud específica con respecto a lo institucionalizado y lo institucionalizador: ahí es donde se juega un rol político. Con ambos polos, lo institucionalizado y lo institucionalizador, Schnebel no se refiere solamente a los festivales o salas de concierto, sino también a los materiales y al propio concepto de música. Asimismo, para Schnebel, la música ha firmado la paz con la división de clases, en la que el arte “verdadero” estaría destinado a una clase socio-cultural específica, mientras la masa tendría “entretenimiento vacío de contenido” con un efecto “atontador”. Su crítica se dirige, entonces, a la cuestión de si la composición tendría que estar afiliada a la reproducción de tal división, asumiendo por ejemplo la necesidad de formación para acercarse a ella sin adoptar una posición contra el privilegio de la formación. Lo resume con una sencilla sentencia: “el oyente no tiene el mismo oído que el compositor”, algo que implica entender la convivencia entre formas múltiples de escucha que tienen que rearticularse desde tal multiplicidad, y no simplemente partir del rechazado diametral de alguna de ellas. Eso, a su juicio, sería una nueva forma de elitismo. Asimismo, esto implica revocar también la constitución de la música como una ceremonia o como un proceso cerrado: los formatos tendrían que adaptarse a la cosa, espacial y temporalmente, sin límites de duración, o sala de concierto dividida entre escenario y público, por ejemplo. Esto es un tema propio de la década de los 60, algo evidente ante obras como Die Soldaten, de Zimmermann.

Su conclusión es quizá naïf pero vale la pena pensarla: cree que no es posible hablar de un “arte nuevo” sin una sociedad nueva. El nuevo arte, dice, quiere nuevos seres humanos. La pregunta, entonces, es si es posible el arte político en una sociedad que no permite reformular nuevas estructuras y que pasa por la absorción de todo lo nuevo. Es decir, como diagnosticaba Adorno, una sociedad donde el sistema se hace vientre. La resistencia pasa, entonces, por modificar el concepto de arte junto a su rol social y no esperar a que meramente el arte agriete una sociedad endurecida.

 

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