¿Qué maledizione?

(c) Javier del Real
Salgo del estreno de Rigoletto en el Teatro Real. Me he hartado a aplaudir, tuitear y dar la enhorabuena a algunos de los profesionales del teatro que conozco. Ha sido, para el público habitual de la ópera, una buena noche. Ha habido un bis de Leo Nucci y de Olga Peretyatko cantando el dueto Sì, vendetta, tremenda vendetta. La orquesta, tras las malas vibraciones que supuso la obertura, ha estado fantástica bajo la batuta de Nicola Luisotti, que estará al mando todos los días excepto el 26 de diciembre.
Se puede decir que la gente sale con el corazón contento. La crítica no tanto, pero, en general la ha puesto bien, afeando un poco, no mucho, el oscuro escenario del director de escena David McVicar y señalando que es una producción de 2001 estrenada en el Covent Garden para la que, a lo mejor, su momento ha pasado por muy alabada que fuera en su momento.
Todo lo anterior hace que queden pocas entradas disponibles. La mayor parte de ellas de las más caras. Una buena oportunidad para que los menores de 35 años con posibles se beneficien de los descuentos de última hora de hasta un 90% para adquirir una excelente localidad o para llevar a un grupo de adolescentes sin dejarse los ahorros o la paga extra navideña e iniciarlos en la ópera.
Por tanto, Rigoletto vuelve al coso madrileño, por la puerta grande y al más puro estilo operístico del ancien régime, metafóricamente hablando pues esta ópera es del XIX. Su historia se representa una vez más como la desgraciada vida de un bufón de la corte de Mantua que ríe y permite con sus bromas celebrar el furor sexual de su amo y señor. Amo que no respeta ninguna barrera para satisfacer su pantagruélico apetito sexual. Orientación que cambia cuando aparece el verdadero amor, que, fíjese usted por donde, es la hija escondida del bufón. Haciendo que el bufón ya no encuentre tan graciosas las libertinas costumbres de su amo y su corte.
El embroglio se complica por los malentendidos. El conde no sabe que su amor es la hija de Rigoletto. Rigoletto no sabe que su amo se ha enamorado de su hija. Y la hija no sabe que se ha enamorado del Duque de Mantua. Y los libertinos cortesanos no saben que han secuestrado y se van a beneficiar a la hija del bufón y amor de su duque. Y todos, público incluido, se divierten. Le roi s’amuse, se podría decir, usando el título de la novela de Víctor Hugo en la que se basa esta historia.
Así se llega al final en el que Rigoletto canta el aria de Ah! La maledizione en una situación realmente trágica (que evito desvelar por si todavía hay alguien en la sala que no conoce esta ópera). Se oye a Leo Nucci. Se oye la música, y ¡cómo!, gracias a Luisotti. Y la verdad es que emocionan. Y uno sale sin hacerse preguntas, ni ganas de hacérselas, sobre a qué maldición se refiere Rigoletto.
Tal vez, sea esa la maldición de la ópera y de sus aficionados. La necesidad que todos, a un lado u a otro del escenario, tienen de no saber lo que se canta y lo que se expresa con la música mientras suene bien técnicamente hablando. Incluso, mejor que bien como es el caso de la orquesta en esta producción.
Verdi se sentiría decepcionado al ver como la tinta musicale (el color musical) se come el carácter de su composición. Cómo su obra se convierte en puro entretenimiento, ahora que ya nadie se asusta ni se escandaliza al ver una orgía en escena o un soberano corrupto, y quien dice un soberano dice un político poderoso corrupto. Cuando él componía para ser claro y conciso. Para ser entendido y rebelarse. Para ser entendido y revelar. Qué solo está el bufón, qué solo se queda, cuando ya le han reído y aplaudido el chiste. Tan abandonado a su suerte como se ve al personaje protagonista en algunos momentos de esta producción. La penumbra ocupando el gran espacio del Teatro Real y un hombre solo en el escenario.
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