Madama Butterfly, ¿entomología?

(c) Javier del Real

Estar viendo una producción operística y darse cuenta de que se la está analizando en cada uno de sus elementos es signo de que algo no funciona en escena. Que si la voz, que si la orquesta, que si la escenografía, que si el vestuario, que si la música. Eso es lo que pasa con el montaje de Madama Butterfly de Puccini que se acaba de reponer en el Teatro Real. Aspectos en los que se para la crítica oficial (la de los periódicos que de toda la vida se han publicado en papel.) Conclusión, este montaje no funciona. Entiéndase, no funciona artísticamente. Para la taquilla es un blockbuster operístico y por eso se repite, se repite, se repite y se ha elegido para hacerlo coincidir con La semana de la ópera que se celebra en estas fechas. Una semana que tiene como objetivo popularizar un género que parece no tener el beneplácito de las masas. De ser masivo. De ser trending topic. Aspectos estos que en términos de gestión económica significan éxito.

No funciona porque el montaje de Mario Gas, su idea de puesta en escena, es una idea feliz, pero mal desarrollada. Hay mucho subtexto en ella mal empastado. En Masterchef, el popular programa de cocina de televisión, le dirían que hay mucho material, incluso buen producto, desaprovechado, usado sin sentido, en ese rodaje cinematográfico al que se hace asistir al espectador. Rodaje de la historia de una jovencísima geisha que se casa con un oficial norteamericano. Un matrimonio concertado al que ella se engancha, por el que ella apuesta porque la libera de la familia, de la servidumbre de geisha y le da la oportunidad de ser lo que quiera ser. Un matrimonio concertado del que él se desengancha una vez conseguida, paladeada y usada la flor de su tesoro, para irse a navegar por otras aguas. Otros mares en los que librar otras batallas.

No queda claro si el director de escena quiere poner en el escenario la batalla que Puccini intuyó entre el cine y la ópera. Batalla que en palabras del propio compositor ganaría el cine. Tampoco queda claro si lo que quiere es decirnos que esa falsificación del amor y los sentimientos solo es posible en un entorno imaginario. Vamos que no hay quien se crea la historia, que solo es posible apelando a las vísceras del espectador o a su estilización. Como la que ha hecho Ezio Figerio, el escenógrafo, con esa casa japonesa de columnas jónico-dóricas de madera dando el aspecto de robustez a lo que debería ser, como la música, una delicadeza, una mariposa a punto de volar hacia un sol que la va a abrasar.

Tampoco está claro que se consiga lo que Joan Matabosch, director artístico del teatro, dice en el programa. A saber, que este montaje evita el acercamiento emocional y sentimental a esta ópera. Olvidando que no puede haber pensamiento ni disfrute sin sentimiento. El mundo y la realidad solo se pueden conocer a través de esos sentidos que provocan sensaciones, intuiciones, emociones sobre las que pensar y razonar. Esa inteligencia emocional (re)descubierta a finales del siglo XX y que tanto se malvende ahora y tanto se denosta entre los intelectuales, los que dicen que piensan y tan solo piensan, como si el sentimiento, la emoción y la sensualidad no tuviese nada que ver con su objeto de estudio, pero lo tiene aunque este fuera tan abstracto como la matemática teórica.

A lo que se añade una no muy acertada elección de elenco y de director de orquesta, Marco Armiliato, que no están mal, pero que tampoco están bien. Calidad tienen para hacer una producción rutinaria de gran coso operístico como esta. Una calidad media alta que facilita que en aquellos pasajes claves de la obra, la música de Puccini suene y se oiga. Florezca como la primavera, llene de flores esa oscuridad de estudio de comienzos del cine en la que han querido encerrar a esta Madama, como ella y su criada llenan del pétalos el escenario cuando le anuncian el regreso del marino (¿por qué no haberse arriesgado con perfumar la sala con un olor intenso a flores, esos olores que de pura intensidad marean y molestan?).

Con todo, esto no es lo más frustrante, lo habitual es que buscando el arte se fracase. Lo frustrante es ver como, al finalizar la función, se pone de pie el carísimo patio de butacas y los primeros pisos y aplauden y gritan “¡Brava!” durante más de cinco minutos. Asientos cuyo coste asegura que en su gran mayoría lo ocupen personas que han tenido acceso a los mejores recursos culturales y educativos, que tienen puestos de responsabilidad porque se supone que saben y entienden, que dirigen desde una empresa a un ministerio o tienen tribunas desde las que crean opinión y, por tanto, dirigen un país. Su reacción deja en el aire la pregunta ¿qué han visto, sentido y pensado para tener esta respuesta? Y ¿por qué lo han visto, sentido y pensado así? ¿Qué instituciones los han formado?

A mi lado, una pareja de jóvenes adultos. Ella lleva un traje elegante y tacones de aguja, vestida, maquillada y peinada para la ocasión. Él, con chaqueta de sport, algo más informal, le cuenta en el intermedio a quién conoce de la ópera, a quién ha visto y dónde. Ella no responde o dice apenas nada. Cuando se acaba la función él aplaude entusiasmado. No aprecio en el aplauso de ella el mismo entusiasmo, ella que permanece sentada, mientras él se ha puesto de pie. Y pienso que si algo tiene que hacer la ópera, la música, el teatro es ayudarnos a apreciar la vida que tenemos a nuestro lado, la que sucede a nuestro alrededor. Entenderla, comprenderla y aprender a apreciarla en lo que vale o en lo que nos vale. A mi lado, como ocurría en escena, se oye una tragedia. Un drama. Pero ellos no se dan cuenta, no quieren verlo, son incapaces de apreciarlo y lo que se escucha y se muestra en escena tampoco les ayuda a apreciarlo porque le falta un componente esencial. El componente humano, ese que estamos empeñados en sustituir por la técnica, la tecnología y la economía.

 

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