Cultura en vuelo

Hace unos días un popular medio anunciaba en titulares el repunte del consumo cultural y, como consecuencia, la recuperación de la crisis en el sector, a partir de las cifras de éste. Hablar de “cultura”, actualmente y en contextos periodísticos, es poco menos que una entelequia, sobre todo si se incluyen ámbitos tan mercantiles que bien podrían pertenecer conceptual y administrativamente a la industria. Pero lo cierto es que, si observamos exclusivamente las cifras oficiales, podríamos pensar que, efectivamente, hay un cierto repunte. Aunque, claro, todo está sujeto a interpretaciones.

Lo que hace que este tipo de análisis “en bruto” –cada vez más habitual, por cierto- tenga poco que ver con la realidad está precisamente en que se obvia por completo aquella zona más viva de la cultura, la que se enmarca en el ámbito de la creación actual y de la experimentación, aquella que no está sostenida por las grandes instituciones, la habitual si hablamos, por ejemplo, del espacio del que se ocupa nuestra publicación: la música contemporánea, el arte sonoro y otras manifestaciones aledañas. Si en un contexto general podríamos hablar de que las crisis potencian –lógicamente- la “economía sumergida”, no menos cierto es que en estos tiempos no hay más que salir a la calle para darse cuenta de que la mayor parte del hervidero cultural estaría enmarcado en lo podríamos llamar una “cultura sumergida”. Es decir, aquella que no cuenta en las estadísticas porque ha sido dejada de lado en cualquier aportación financiera pública o privada, aquella que se autofinancia o simplemente subsiste miserablemente, con una mala salud de hierro, aquella que no aparece en los medios de gran difusión. Si el underground fue una postura cultural y artística a la contra del establishment, la “cultura sumergida” no parece ser más que mera necesidad.

Hay otro mensaje que se quiere transmitir desde esas posiciones, una visión que cada vez va ganando más terreno en la batalla por explicar qué ocurre con la cultura en nuestro país. Por ejemplo, se habla de la piratería como la principal culpable del desaguisado, sin tener en cuenta en qué afecta realmente a esa “cultura sumergida”, por ejemplo, la que edita sus CDs en sellos independientes o los autoedita. La respuesta es fácil: afecta menos que nada.

Por otro lado, esa óptica nos advierte de que el público español es un ávido consumidor de cultura pero que “le cuesta pagar por ella”, como si lo que mostraran los parados de larga duración fuera pereza ante la perspectiva de pagar una entrada de 50, 30 o 10 euros en un concierto sinfónico. ¡Qué ingratitud! ¡Qué falta de conciencia! No es posible defenestrar el acceso gratuito a la cultura pensando en la intención del público, que además, es otra entelequia. Si este derecho existe es porque, en muchos casos, el ciudadano no puede pagarlo, para eso está el Estado, para cubrir estas necesidades. Y como hemos comprobado en esta crisis, no es precisamente el ciudadano de a pie el principal culpable de provocarla. Culpabilizarlo, sobre todo en un contexto de depresión, no tiene lógica alguna. Así que si la tesis final consiste en que no valoramos lo que tenemos porque no invertimos en ello y que no respetamos la cultura porque la pirateamos, sigamos así, que así nos luce el pelo.

Lo que sí es cierto es que la escasez agudiza el ingenio y, mientras unos mantienen el IVA cultural como triste record europeo, alguna compañía de teatro ha ideado cómo saltárselo… ¡vendiendo porno y regalando función! Una fórmula perfecta para poner en evidencia el absurdo de pagar el 4% del impuesto por una revista porno mientras nos cuesta el 21% ver cualquier propuesta escénica. Vivir para ver…

 

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