Dead Man Walking, y la película se hizo ópera

(c) Javier del Real
La expectación alrededor de Dead man walking era grande. Por un lado, por su compositor. Jake Heggie que en ese estajanovismo americano de trabajar, trabajar y trabajar se ha convertido en el compositor norteamericano de óperas del siglo XXI por excelencia. Lleva ya en su haber un total de catorce y no parece que su producción vaya a decaer. Óperas que tienen el beneplácito del público, allá donde se representan, y de la crítica, en este caso más al otro lado del Atlántico que a este.
A la expectación se añade la conocida película de Tim Robbins, Pena de muerte en su título en español, que protagonizaron Sean Penn y Susan Sarandon, cuando los tres eran lo más de lo más en el circuito arty que venía de Estados Unidos. Capaces de hacer un blockbuster y venderlo como una película de arte y ensayo, al menos, en Europa.
A lo que el Teatro Real, con el fino olfato para el marketing, ha sabido añadirle la presencia de la Sister Helen Prejean. La monja que fue la consejera espiritual del condenado a muerte que protagoniza la ópera. Experiencia que contó en el libro del mismo título que la ópera. Persona con una simpatía natural y una forma de transmitir el mensaje que hace caer todas las barreras y alertas de quién la escucha. Los mensajes sobre la compasión y el amor que, de la clase media para arriba, todo el mundo acepta pero que, luego, tan poco se practica a no ser en forma de limosna, que ahora se hace mediante una cuota a una ONG asistencial, antes que mediante la acción política que cambie esas condiciones de pobreza y exclusión de una forma real y efectiva para siempre.
Por si fuera poco todo lo anterior, la soprano Joyce di Donato, muy querida por la afición y muy apreciada por la crítica, protagoniza la ópera. Así que, aunque no tiene un lleno absoluto, casi lo roza. Y las butacas que quedan sueltas, y que todavía se pueden comprar, o tienen problemas de visibilidad o están en el caro patio de butacas.
¿Esta expectación está justificada o es inflada? La crítica está dividida al respecto. Vamos que de forma individual lo tienen claro, el sí o el no, pero quién las lea en su conjunto no encontrará unanimidad. Suelen ser más críticos aquellos que se fijan en los aspectos musicales de composición y libreto; y menos los que se fijan más en los aspectos temáticos que toca, sobre todo, la pena de muerte, la religión, la redención y el amor.
No ayuda mucho a responder esta pregunta el debate, espurio, sobre si es o no es un musical. Parecido al que suele producirse cuando se representa Porgy and Bess de Gershwin, recuérdese que esta ópera fue la primera carta de presentación de Joan Matabosch en el Teatro Real. Todo compositor norteamericano – de nacimiento o adopción – conoce, domina y aprecia el musical, le pese a quien le pese. Por eso Heggies ha recurrido a el, como otros compositores estadounidense han hecho antes que él y seguirán haciéndolo.
Cierto que los párrafos anteriores son una larga introducción para un comentario crítico sobre el montaje que se puede ver en la actualidad. Aunque también es cierto que son necesarios para poder situarla en el contexto en el que se percibe. Es decir, tener claro los mediadores con los que se ve y se escucha esta obra.
Teniendo en cuenta lo anterior, se puede afirmar que esta ópera recurre a la música popular norteamericana y los ruidos de esa sociedad vengan de donde vengan. Lo hace de forma muy contemporánea en el sentido de que, sin abusar, no tiene problemas en ponerlos como sonido grabado, o usarlos como música en escena. Sonidos colocados como referencias muy concretas, con un uso dramático clásico y específico. O la utilización de voces operísticas para cantar composiciones inspiradas en músicas que no son ópera. Como el acierto de que el protagonista, el hombre muerto que anda suelto que interpreta Michael Mayes, un blanco, use su voz de barótono para cantar en una gran mayoría de las veces con un deje a gospel. Sutileza que se pasa por alto, pero importante, pues es un blanco que creció en la racista Lousiana en un barrio fundamentalmente negro. En el que se encuentran por su estatus socioeconómico, el de pobres.
Con todos estos mimbres, el espectáculo que se puede ver en el Teatro Real, es irregular tanto en lo musical como en lo escénico. En lo primero, parece que lo es menos por la composición que por la interpretación de la orquesta. Una orquesta que no parece encontrarse cómoda con la lógica musical de la obra, disposición que la lleva, por ejemplo, a empastar el apoteósico final del primer acto. En lo segundo, porque en esa necesidad americana de show, de tener que ponerlo todo en escena, de tener que llenar la escena, lleva a soluciones no siempre acertadas ¿es necesario poner la cama del reo cuando está en la cárcel? ¿O esos dos feos paneles azules cada vez que Joseph, el reo, tiene visitas?
Y, a pesar de todo, la obra funciona. Funciona para hacer una aproximación crítica típica a la misma y hablar de arias, duettos, leitmotivs y otras figuras retóricas que tienen las óperas. Funciona a nivel emocional. Imposible olvidar esa escena de la madre del condenado a muerte defendiendo a su hijo en el tribunal de apelación. Ese aria que María Zifchak defiende con sentido y sensibilidad de interpretación teatral y que deja la pregunta de “¿Por qué tenemos que seguir sufriendo?” resonando tanto en los oídos como en los corazones. Aria que está en mitad de la ópera y que el público no olvida cuando ella sale a saludar al final, llevándose una de las mayores ovaciones de la noche.
Aunque si funciona es por su historia. Ese arco dramático que va de un colegio de monjas de un barrio desfavorecido del estado de Lousiana, que (re)une a su alrededor a las familias haciéndose cargo de los hijos de padres que no pueden pagar baby sitters mientras trabajan por salarios de pobreza en horarios imposible de conciliar con la vida personal, hasta esa reunión de personas que se produce alrededor de la ejecución de una pena de muerte que a nadie satisface, ni si quiera como acto de venganza.
Esa es la verdadera función de la religión, incluso de las que ni siquiera se consideran como tales, que antes que de rezar, en soledad, y definirse como estrictos fieles, van de reunirse con los otros humanos. De reconocernos en los otros. Una verdad ciertamente incómoda porque iguala, en lo humano, al criminal con quien no lo es. Tan incómoda como puede resultar una ópera que reivindicándose como contemporánea sea capaz de reunir todo lo que en común, musicalmente hablando, tienen profesionales y aficionados. Reuniendo la música popular de su tiempo, que no conoce de razas, ni de clases, ni de condición, con los ruidos y las distorsiones que provocan las múltiples contradicciones sociales que se ven una y otra vez en los medios de comunicación masivos y que se viralizan a través de las redes sociales.
Dead Man Walking, y la película se hizo ópera por Antonio Hernández Nieto, a excepción del contenido de terceros y de que se indique lo contrario, se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International Licencia.