Forma disco
Probablemente, lleve unos años para que en las clases de composición, se estudie, entre las formas musicales históricas, como la sonata y la suite, la “forma disco”.
Durante su larga vida de casi un siglo, que comienza a declinar alrededor del fin del siglo pasado y principios de éste, con el uso indiscriminado de downloads, playlists y escuchas online por parte de los usuarios, la forma disco, esa secuencia precisa de piezas de duración variable, que la estadística fija alrededor de los tres minutos, asociada a una o varias imágenes visuales, a un cierto agenciamiento de tempi y tonalidades, a un cierto eje temático, a veces conceptual, a veces relacionado con “el momento” del o los artistas, constituye una unidad constructiva de la cual la musicología parece no tomar demasiada cuenta y la música autodenominada “contemporánea” ignora, haciendo caso omiso de la especificidad del medio.
La música clásica hace convivir, como si fuera un concierto decimonónico, piezas cuya complejidad amerita una escucha aislada, una espaciación amplia capaz de separar claramente en el tiempo; obras cuya relación mutua, aun en los casos en que coincida instrumental, época, estilo, compositor, es bajísima en relación a las obras compuestas en el marco de la estética discográfica, en el marco que las condiciones de producción de este medio impone.
Fue Marshall Mc Luhann quien advirtió sobre esta tendencia, típica de los nuevos medios, de absorber los contenidos de los anteriores, nunca más justo en este caso.
El contenido de conciertos y de discos sólo funciona a mi entender, cuando existe una obra única, o cuando coinciden las obras agrupadas con una unidad composicional pensada por el compositor, un ciclo, una serie de piezas, etc. Uno a uno.
Así como ciertos momentos de la historia de la música reciente han marcado patrones dificiles de ignorar para la música de rock posterior (el famoso lado B de Abbey Road, las combinaciones de piezas instrumentales y electroacústicas en Fragile, de Yes, la imposiblidad de realización en vivo de revolution 9, Tomorrow never knows, A day in the life, los planos de profundidad en el espacio en El lado oscuro de la luna, la complejidad de capas en Prince, combinación de estilos diferentes en Yellow Submarine y Before and After Science de Eno segun las piezas estén en el lado A o B) la música autollamada contemporánea, ha sostenido y sostiene, una actitud de una candidez e ingenuidad supina en relación a la postproducción musical, por lo menos, sorprendente.
El realismo documental, la exigencia de similitud en relación a la partitura, la no distinción entre idea y realización, hace que por ejemplo algunas piezas de Lachenmann no usen compresión cuando justamente la no visualización de los gestos del instrumentista equivale al silencio absoluto.
La suite electroacústica practicada por Parmegani, Bayle y en general los músicos del GRM, los ciclos (como el Cycle du Son, Le cycle de l’errance) de Dhomont por citar un puñado de ejemplos, guardan una fortísima relación con ese tiempo prediseñado, congelado y portátil implicado en el soporte. Sin embargo, los cultores de las músicas escritas normalmente desdeñan, ignoran con una decisión y convicción de superioridad estas expresiones que pecarían de carecer de representación previa (es decir, se les reprocharía grosso modo que el compositor podría carecer de la intención de haber hecho lo que hizo por no haberlo escrito previamente).
Las categorías de comprensión de la contemporaneidad están en crisis y resulta necesario una teoría que de cuenta de la realidad efectivamente existente más allá de las pretensiones de quienes producimos música. ¿Necesidad de un análisis de nivel neutro? ¡Claro!
¡Un musicólogo ahí por favor!
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