La inmortalidad del instante
En muchas ocasiones, aunque no siempre sucede, cuando improviso con otros músicos consigo alcanzar un estado ingrávido, quasi nirvánico, de auténtica liberación. Suspendido en el aire, no siento el peso de mi cuerpo, ni el de mi instrumento. El sonido fluye con absoluta y radiante naturalidad, y todo se estructura orgánicamente a mi alrededor. Los sonidos parecen estar conectados y las ondas elásticas que generan se interrelacionan, conversan e intercambian sus parámetros y sus más íntimas propiedades entre ellas.
Mi instrumento suena, pero no soy consciente de que tengo un objeto metálico entre mis manos, ni una boquilla en la boca. Mi sonar surge desde el interior, mi cuerpo vibra y se excita al mismo tiempo que excita todo mi entorno. Me erijo en instalación sonora, en eterna resonancia y reverberación del mundo, creada sólo para existir —efímeramente— en un espacio único. Mientras, el tiempo se detiene, es aniquilado y reducido a un instante indivisible, a un presente inagotable, inabarcable. Comienza la inmortalidad —intuyo—, porque el tiempo parece haberse convertido en espacio resonante, que nos remite al aura benjaminiana, a ese “tejido original compuesto de espacio y tiempo: la aparición única de algo lejano, aunque ésta sea muy cercana”. El aura sonora se extiende sobre todos nosotros y nos acaba envolviendo e introduciendo en su exclusivo espacio de juego, donde caben todas las situaciones, conductas y reacciones imprevisibles, donde se evita lo definitivo y predeterminado, donde vivimos libremente de la intuición.
Thomas Mann recuerda en La montaña mágica que “los doctores de la Edad Media pretendían que el tiempo era una ilusión, y que su transcurso, que hace suceder el efecto a la causa, no era debido más que a la naturaleza de nuestros sentidos, y que el verdadero estado de las cosas era un presente inmutable”. Imbuido de las tesis fenomenológicas husserlianas, para el narrador germano el tiempo es “un misterio sin realidad propia y omnipotente. Es una condición del mundo de los fenómenos, un movimiento mezclado y unido a la existencia de los cuerpos en el espacio y a su movimiento”.
La música y la mitología son, según Claude Lévi-Strauss, “máquinas de suprimir el tiempo” e insiste en la idea de inmortalidad en sus Mitológicas I. Lo crudo y lo cocido cuando escribe que “…escuchando la música y mientras la escuchamos, alcanzamos una suerte de inmortalidad”. Enrique Gavilán confirma en su imprescindible ensayo sobre la Otra historia del tiempo que “la música —a diferencia de la pintura, que recoge un instante, pero que necesita de tiempo para ser contemplada— sólo puede ser apreciada de forma instantánea“. Gavilán deja meridianamente claro que “Lo que ha llevado a calificar a la música como arte del tiempo por excelencia es la relación interna, la que surge cuando la música suena, no la relación que pueda existir con los elementos del pasado que afloran en la partitura, comunes a toda actividad artística”.
Los compositores, estetas y filósofos más influyentes desde la Ilustración hasta nuestros días han intentado expresar con palabras aquello que es inefable y misterioso, emocionante e intangible, inexpresable y sublime, pero sólo hemos sido capaces de sentir su verdadero hechizo y aprehender su grandeza cada vez que hemos sucumbido a su extraordinario poder destructor del tiempo, que permite librarnos del pasado, no mirar hacia el futuro y cortejar la inmortalidad desde el instante eterno.
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