La ópera y los nazis

Los nazis y su afición por la música clásica siempre ha sido parte de los mitos populares sobre esta ideología. Familias que tocaban pianos o violines en bonitas casas de ambiente bávaro. Que escuchaban hermosas composiciones que apelaban a la humanidad que todos tenemos mientras a su lado se practicaba la deshumanización de los campos de concentración.

Pienso en todo ello a la hora de hacer esta crónica sobre el Parsifal de Wagner y el Brundibár de Hans Krása. Wagner, el compositor favorito de los nazis. Y Krása que terminó de recomponer su pequeña ópera infantil en Terezin, el campo de concentración de cara amable que los nazis mostraban a las autoridades internacionales que tenían que certificar su trato humano a los judíos. Cara amable pero la misma maquinaria de aniquilación. Ambas coinciden en el Teatro Real. Y el fantasma del nazismo, su extraña sombra, se cierne en mi pensamiento musical seguramente porque me acompaña en estos momentos la última excelente novela de Martin Amis, La zona de interés.

Pues como los nazis adoramos a Wagner. Cualquiera que se haya sentado en el Teatro Real y haya escuchado a la orquesta dirigida por Bychkov no podrá más que caer rendido ante los leitmotiv de esta ópera. Ante su potencia y su repetición tan bien interpretados. Leitmotivs que vuelven y vuelven una y otra vez igual que gira y gira, llega un momento que cansinamente, la casa de reposo para tuberculosos pensada por Claus Guth que ocupa el escenario y que permite cambiar la localización de las escenas.

Giros a los que cuesta coger el aire al principio, aburren por exceso al final y permiten disfrutar de un segundo acto en el que el color dramático de las ninfas en flor se ha escamoteado por unas talluditas mujeres vestidas con trajes poco coloridos de Belle Époque que, con sus formas de saco, cubren más que muestran la sensualidad de los cuerpos. La sensualidad que necesita esa escena, allí donde con la primera experiencia sexual comienza el camino al conocimiento, al interés por el otro o la otra, hasta descubrir el amor que convierte al necio Parsifal en una persona madura. En un portador del secreto de que la vida también es muerte y que a la muerte le sigue la vida. Una vida que es cuerpo antes que alma o espíritu. Una vida que se pierde cuando se pierde ese cuerpo. Pues, a pesar de los ríos de tinta que han corrido sobre la espiritualidad de esta obra, si se mira y se oye lo que se ve es un necio que madura haciéndose consciente de su cuerpo, de su materia más que de su parte inmaterial. Por lo que ya nunca más podrá matar a un cisne, materia, como hace cuando hace en su primera aparición en esta obra. Compasión por su cuerpo y por otros cuerpos. Por la materia viva.

Y ante esta pesada ópera, no por aburrida sino por tamaño y volumen, la ligera y corta Brundibár. El cuento infantil de unos pobres hermanos que son ayudados por niños y animales para conseguir leche para su madre enferma ante una sociedad que se la niega y, también, les niega los medios para proveérsela. Y se la niega porque dársela sin más pone en peligro la industria del enriquecimiento personal, del beneficio económico, de la avaricia. Hacer dinero, objetivo empresarial que se ha vuelto un objetivo individual. Frente a los que Krása apela a cantos solidarios, pues no hay mejor ejemplo de solidaridad que un coro, como los coros infantiles de esta ópera, donde la voz personal vale en tanto hace mejor al conjunto.

Coros que alegraron el corazón de los gentiles, como lo hacen ahora de los padres y los niños que llenan el teatro, antes de que les hicieran despedirse de este mundo. Historias que los supervivientes cuentan todavía. Como Dagmar Lieblová que cantó estos coros en Terezin y que acudió al Teatro Real para contárselo a los niños que participan en la producción. Pequeña, enjuta, mayor responde sobre su vida y su historia de una forma que llamaba la atención por la falta de emoción. Tal vez, cansada de tanto repetirlo. Tal vez, necesitada de ponerlo en un limbo, en un lugar que no la pudiera hacer más daño y, como portadora del secreto, vivir, seguir viviendo. Secreto que su voz transmite a los niños del coro a través de sus palabras, de su discurso, al recordar que entendió que algo malo estaba pasando cuando su padre con lágrimas en los ojos le dijo que ya no iría más al colegio. Momento en el que viene a mi memoria el clásico libro juvenil Cuando Hitler robó el conejo rosa de Judith Kerr.

Parsifal y, parece que también Brundibár, desde que se redescubrió en los años 70, son obras de repertorio. Y, por ahora, se seguirán representando en los teatros de ópera. Por sus calidades y por sus cualidades. Todavía manchadas de sus historias en el tiempo y los amigos o compañeros que les fueron saliendo. Sin que ellas se los buscasen. Los nazis, amantes de la ópera. De la música clásica, al menos de la de un tipo, la que ahora sigue siendo popular para las masas operísticas. Esperemos que a estas masas no les esté diciendo lo mismo que parecían susurrarles y cantarles a aquellos que en su tiempo impusieron la extinción productiva que consistía en eliminar cuerpos, materia y, con ellos, el espíritu. Para evitarlo los aficionados pueden volcarse y agotar las entradas del ciclo Bailando bajo el volcán y dejarse acompañar por otras músicas, otras experiencias. Crearse una sensibilidad que celebre la diversidad de los seres humanos antes que la falsa retórica de la igualdad de la que, de nuevo, se están apropiando los y las que nunca creyeron en ella.

 

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