Sacar punta a la realidad: Biennale de Múnich 2016 o la polifonía de medios (y II)

En este segundo y último artículo dedicado a la Biennale de Múnich 2016 –continuación del publicado en el número de julio-agosto– recorreremos otras tres de las obras que formaron parte del Festival.

 

FÜR IMMER GANZ OBEN. Nach einer Erzählung von David Foster Wallace

Composición y libreto: Brigitta Muntendorf
Dirección y libreto: Abdullah Kenan Karaca
Dramaturgia: Caroline Schlockwerder
Dirección musical: Ralf Ludewig

La que podríamos considerar como única ópera de la Biennale se presentó en un espacio a priori tan poco común como sorprendente: una piscina cubierta. La temperatura elevada del espacio y la alta humedad sumergen al público en una sensación que difícilmente podría experimentar en otro lugar.

En el medio de la piscina un grupo de niños nada libremente; junto a ellos se sitúa una plataforma vacía. En uno de los bordillos, los músicos esperan con sus instrumentos: guitarra eléctrica, teclado, violoncello y percusión. En lo alto de la estancia, un único niño concentra la atención del público. Comienza entonces la obra entre los ruidos de chapoteo de los niños y un juego de luces puramente ornamental.

Entonces el niño que corona la escena, y que ahora sabemos que se llama David Foster Wallace, inicia su monólogo –el texto que recita, por cierto, pertenece al propio escritor Foster Wallace. Se presenta como lo que es, un chico de trece años en un momento de cambio vital donde la adolescencia le llena de preguntas trascendentales. La música que se intercala desde abajo llena el espacio con una especie de pseudo tecno-pop de una enorme simplicidad. El grupo de niños que parece no atender la escena se reúne y comienza a cantar como lo que será a partir de ese momento: un coro de voces blancas. La figura de una mujer rubia se presenta en escena; es la madre de David. Tras ella, otro hombre la sigue y desempeña el papel paternal. Todos ellos amplificados conforman el corpus de esta ópera veraniega, donde el agua, la resonancia del espacio y la luz toman también un gran protagonismo.

David abandona su posición en lo alto de la estancia y desciende hasta la piscina; ocupa entonces la plataforma que se encontraba junto al coro de niños. La plataforma actúa pues como metáfora de lo que vive David: un espacio de seguridad que abandonar y que obliga a dar el salto hacia lo incierto. En eso consiste el paso de la niñez a la adolescencia, en la inseguridad de una nueva etapa vital.

La dramaturgia de esta ópera alterna momentos puramente instrumentales con otros vocales –con especial protagonismo del coro de niños cantando siempre melodías modales de forma homofónica, insistiendo particularmente en la quinta ascendente– y otros puramente teatrales. “Los trece años son importantes”, le dice su madre “(…) comienza a crecer pelo en algunas zonas del cuerpo. El saco está ahora lleno y es vulnerable…”

Tras una hora de melodrama entre el padre, la madre y el niño aislado en la plataforma y sin ninguna conclusión musical ni de contenido, la obra finaliza con un aplauso extraño por parte del público. Lo más impactante es sin duda un espacio tan especial como lo es la piscina y que de por sí posee una temperatura, humedad, luz y sonido particulares y que tiene cierta dimensión casi mágica. La música y la propuesta teatral dialogan con este espacio sin corresponderse con la naturaleza del mismo, que pierde todo su potencial.

 

Foto: Münchener Biennale. (c) Andrea Huber

Por tanto, Für immer ganz oben es probablemente una de las apuestas más flojas de esta edición. Su contenido musical pseudo tecno-pop es enormemente pobre y aburrido para la escucha y la acción melodramática que tiene lugar durante casi una hora posee un aire kitsch que responde a un libreto demasiado narrativo y dramático (siguiendo a Harry Lehmann, dramático en sentido discursivo, narrativo, y no entendida como drama o catástrofe; es decir, es el texto el que domina e impone su narratividad). Las dimensiones espaciales y los medios empleados, es decir, el hecho de que la pieza tenga lugar en una piscina y que cuente con todo un juego acústico y visual, son más bien ornamentales y no se corresponden con lo que dramatúrgica y musicalmente ocurre en la ópera, por lo que hay una ambición o unas expectativas no colmadas en cuanto a la relación entre los medios empleados y el contenido artístico se refiere.

 

MNEMO/SCENE: ECHOS

Composición y concepto: Stephanie Haensler
Texto: Ariel Farace
Dirección y concepto: Pauline Beaulieu

Mnemo/scene: Echos bien podría definirse como un laberinto sonoro en busca de la memoria. Organizada en estaciones, es decir, en espacios diferenciados donde ocurren acciones musicales y teatrales concretas, la pieza posee una especie de dimensión de viaje impreciso. Al contrario de lo que sucedía en Anticlock (OmU), donde existe una dramaturgia lineal y un plan de espacios y tiempos determinado, en Mnemo/scene: Echos es el público el que decide el trayecto del viaje y por tanto el que se deja perder por las distintas estaciones de este laberinto de la memoria.

Con una poesía sonora muy bella, la primera estación presenta un grupo de músicos encerrados en una pequeña estancia formada por paredes de un material parecido a la seda. Pequeños orificios en su superficie dejan entrever sólo parte de lo que ocurre en su interior: un violoncello, un piano, un clarinete y una trompa se alternan con fragmentos sonoros refinados, huidizos.  El espacio, además, contiene una especie de entrada que conduce al público a un punto ciego donde pueden sentarse en una silla y escuchar la música mientras leen fragmentos de poesía en distintos idiomas.

La segunda estación presenta un espacio diáfano de grandes dimensiones y lleno de piedras. Sobre ellas, una mujer sentada observa casi hipnotizada el material que ocupa la sala y comienza a interactuar con él. Coge piedras, las lanza, las junta a su alrededor. Todo es una especie de juego absurdo y mudo que llena el espacio con el sonido de las piedras chocando unas con otras hasta que entra otro personaje en la sala. Entonces, en un diálogo silencioso, ambos comienzan a interactuar; el hombre recoge algunas de las piedras que lanza la mujer como si fueran de oro, aunque en realidad todas ellas son casi idénticas. En un determinado punto dos músicos entran en la estancia y desaparecen por una salida alejada de la acción; son dos de los instrumentistas que tocaban en la primera estación y representan una invitación a seguirles, a continuar el viaje por el laberinto.

Entonces se accede a la tercera estancia. En ella un pasillo semioscuro repleto de metrónomos que suenan a distintos tempi y mensajes escritos con arena en el suelo dominan la escena. Otra figura se presenta al final del pasillo y, mientras el público intenta descifrar los mensajes escritos con arena, la figura recita para sí misma frases igualmente en torno al tiempo, la memoria, el déjà-vu, etc., justo al igual que sucede con los mensajes de arena. La estancia, de alguna manera, recuerda a la casa de aquella viuda que leía el compositor György Ligeti en sus libros de infancia, pues el sonido mecánico de los relojes superpuestos –en esta caso metrónomos– confiere al espacio una dimensión rítmica y con ello una especie de pulsación, de periodicidad, de tiempo espacial mecánico.

La siguiente estancia presenta una instalación enorme compuesta por tubos metálicos que apuntan hacia todas direcciones. Automáticamente uno no puede evitar pensar en la maquinaria de un órgano de iglesia. Junto a la instalación aparecen dos de los músicos que vagan por el laberinto: ahora se trata de un trombonista y un percusionista que comienzan a interactuar con los tubos metálicos (ambos hombres, por cierto, aparecieron en la sala donde se encontraban la mujer y las piedras). Golpean la instalación metálica con baquetas, escuchan su resonancia, prueban distintos matices… el espacio se llena de una especie de eco metálico que más tiene que ver con una fábrica que con una iglesia. A través de un sistema de altavoces, la siguiente estancia llama al público.

Un espacio ocupado por sillas vacías y otro a modo de escenario donde esperan atriles, instrumentos y partituras configura la siguiente estación del laberinto. Poco a poco los músicos que vagan por las estancias van haciendo su entrada en la sala y ocupando sus posiciones frente a sus respectivos atriles. Clarinete, trombón, trompa, piano, percusión, violoncello y contrabajo junto al director Johannes X. Schachtner forman el corpus musical de esta estación. El público ocupa las sillas vacías y espera a que comience la música. La pieza posee por momentos fragmentos refinados e interesantes, con gestos enmarcados en la musique concrète instrumentale y la típica sonoridad que responde a los clichés de muchas obras contemporáneas; de pronto irrumpe una cita de Robert Schumann: la Romanza para piano op. 28 nº 2. La pieza de Schumann intenta dialogar con los gestos más vanguardistas de Haensler en una especie de confrontación e intercambio sonoro extraño, algo forzado pero al mismo tiempo bello debido a la poesía y calidad de la cita del compositor romántico.

Finalmente, y tras una duración quizá demasiado larga para lo que la pieza presenta (todo el catálogo de gestos y técnicas de la musique concrète instrumentale pero sin demasiada trascendencia), los músicos comienzan a abandonar sus posiciones y a ocupar diferentes puntos del espacio. Entonces tiene lugar una especie de diálogo espacial entre los distintas posiciones de la estancia; una antífona que se queda a medias concluye la pieza y el público comienza a abandonar la sala. Se encuentra así el resto de estaciones que ya ha visitado, esta vez puede recorrerlas en orden inverso, o volverse a perder por ellas sin ningún tipo de orden.

Es ésta una de las pocas piezas del Festival que contiene cierta poesía, elegancia y refinamiento en el planteamiento musical y teatral. La idea de laberinto sonoro funciona desde el inicio aunque su temática, la memoria y el eco sonoro, quizá podría explotar y convertirse en un auténtico impacto para la percepción del espectador. Da la sensación que Mnemo/scene: Echos se queda a medias en su realización conceptual a pesar de su belleza sonora y claridad de estaciones.

 

HOLYVJ#DISGRESSION NO.1

Música y programación: Charles Sadoul
Robótica y apartado visual: Adelin Schweitzer

Aunque a priori el formato de esta pieza pueda parecer más o menos clásico debido a que el público se sienta frente a un escenario, pronto descubrimos que esta performance nada tiene que ver con una pieza normal de concierto. Al contrario, lo primero que descubrimos frente a nosotros son tres pantallas enormes de vídeo colocadas en forma de U abierta; frente a ellas, un objeto cubierto por una sábana blanca permanece en el centro de un escenario rodeado de algo que parecen pequeñas paredes de madera.

La primera parte de la pieza comienza con un vídeo que muestra a un skater patinando por la calle. En realidad el vídeo que se proyecta en la pantalla central se expande hacia los laterales y ocupa con una técnica visual muy efectiva las dos pantallas a su derecha e izquierda. Cada una de ellas muestra entonces una perspectiva distinta de la misma acción: a la izquierda, la cámara que el skater lleva encima de su casco; en el centro, la cámara que le graba desde atrás y a cierta altura; y a la derecha vemos el vídeo que graba desde el frontal del propio monopatín a nivel del suelo. Se trata por lo tanto de tres puntos de vista de la misma acción.

Nuestra vista y oído siguen durante unos minutos al skater por las calles de Múnich mientras otro juego visual tiene lugar: de una forma muy natural y casi sin que el ojo sea capaz de percibirlo, los tres vídeos se intercambian irregularmente y refrescan la percepción del espectador.

Después de un tiempo, el skater llega a una pista de patinaje y con sus acrobacias comienza subiendo y bajando las rampas, saltando y aterrizando sobre ellas. Finalmente, en uno de sus saltos, el skater cae al suelo y el monopatín queda alejado de él. Las tres cámaras, por tanto, quedan por primera vez separadas: la perspectiva del propio skate ya no muestra sólo el suelo sino también al propio patinador. Como si fuera la muerte dramática perteneciente a una ópera, el skater yace en el suelo inmóvil. El vídeo se apaga a la espera de lo que pueda suceder a continuación.

Entonces comienza un juego de luces de lo más refinado: el objeto que permanecía en mitad del escenario es iluminado y comienza a moverse de forma autónoma. La sábana que lo cubre comienza a ceder y el objeto, que cada vez despierta más, quiere quitársela de encima. Finalmente, tras un par de movimientos más o menos violentos, la sábana cede del todo y cae al suelo; se descubre entonces un monopatín igual que el que habíamos visto en el vídeo. Bajo él, unas ruedas y un motor le proporcionan cierto aspecto de robot. Entonces comienza a moverse y a explorar el espacio donde se encuentra, casi como si se tratara de un animal recién nacido. En ese momento el vídeo vuelve a mostrar una imagen que, en este caso, no ha sido previamente grabada sino que pertenece a lo que el propio skate está filmando. Su morro contiene una cámara que proyecta todo lo que ve, y casi como si de una broma se tratase, comienza a apuntar hacia el público que lo observa frente a él; los espectadores se reconocen en el vídeo y no pueden evitar reaccionar con una sonrisa mezcla de fascinación y diversión.

Tras ello, otro vídeo comienza a reproducirse en las pantallas. El tema, de carácter claramente autorreferencial, trata sobre la relación hombre-tecnología a través de fragmentos de películas que recurren a este tema (2001: Odisea en el espacio) y entrevistas con los primeros científicos que trabajaron la robótica: “La ley número uno de la robótica establece que el robot debe proteger a un ser humano. La segunda ley consiste en que el robot debe obedecer al ser humano, a no ser que entre en contradicción con la regla número uno. Y la tercera regla establece que el robot debe protegerse a sí mismo siempre y cuando no contradiga las reglas 1 y 2”, comenta uno de los científicos.

A partir de entonces una serie de fragmentos se proyectan de forma alternada en las distintas pantallas; en ellos vemos accidentes que sufren skaters patinando seguidos de caídas de robots intentando saltar o subir escaleras. El contraste entre el sufrimiento y las heridas de los patinadores y la pasividad de las máquinas al caer quiere enfatizar de una forma tan sarcástica como profunda la diferencia entre hombre y robot.

El siguiente episodio de la performance posee una energía muy particular. George, que es como los creadores de esta pieza han bautizado al monopatín –no de forma gratuita sino en clara referencia a su dimensión viviente–, comienza a moverse por el escenario nerviosamente. Las pequeñas paredes de madera que delimitan el espacio recuerdan de alguna manera a un animal encerrado en algún tipo de laboratorio. Entonces George comienza a chocar contra ellas, haciendo que una luz roja las ilumine como respuesta al impacto. No conforme con el primer impacto, el monopatín vuelve a la carga una y otra vez sobre cada una de las paredes de madera. Tras un buen rato de choques y rebotes, las maderas empiezan a ceder y terminan por romperse.

Entonces comienza la última parte de esta pieza, un vídeo que nos devuelve al inicio de la performance donde vemos, nuevamente, al monopatín recorriendo las calles de Múnich de forma autónoma, esta vez sin el skater del comienzo. Recuerda sin duda al vídeo inicial y produce en nuestra memoria una especie de reexposición o, mejor dicho, de recapitulación. Entre medias de su viaje, George se topa con niños que reaccionan curiosos a su presencia, con perros que ladran alarmados y con transeúntes que incrédulos no saben cómo reaccionar.

Y como era de esperar, George llega finalmente a la pista de patinaje inicial. Allí comienza sus saltos y caídas por las distintas rampas que forman el halfpipe. Su autonomía y capacidad como robot le otorgan cierta dimensión humana, casi como si de un animal u otro tipo de ser vivo se tratara. Finalmente, y como sucede en las buenas óperas clásicas, George sufre un episodio dramático: tiene un accidente durante un salto y cae al suelo boca arriba, sin posibilidad de moverse. Las ruedas están demasiado lejos de la pista como para poder reanudar su marcha.

Así comienza a alejarse la perspectiva del vídeo en un plano aéreo que termina por mostrar una pista de patinaje con un George moribundo. La música, por cierto, funciona en todo momento bien como subrayadora de la acción o como fondo, lo cual es probablemente la mejor opción en una pieza donde domina la dimensión visual. El tema que late constantemente y que se plantea en esta pieza trata sobre la relación hombre-máquina y sobre los límites de los robots, sobre cuándo comenzamos a percibirlos como humanos, como seres vivientes. Esta recurrente reflexión casa perfectamente con una Biennale que pretende reflexionar sobre temas actuales y convertirlos en piezas músico teatrales.

 

Foto: Münchener Biennale (c)

En resumen, HolyVj#Disgression n.1 puede considerarse junto a Anticlock (OmU) la joya de esta Biennale. Ambas piezas, aunque estéticamente estén bastante alejadas la una de la otra, poseen algunos elementos importantes en común: por un lado una dramaturgia potente que introduce al espectador y que le lleva durante la pieza a través de sorpresas y eventos inesperados, y por otro unos medios y dimensiones enormemente cuidados y a la altura del contenido musical y teatral. Ambas son piezas consecuentes con la idea artística que plantean: el viaje hacia un tiempo inexistente en Anticlock (OmU) y la humanización de las máquinas en HolyVj#Disgression no. 1.

 

A modo de conclusión

Además de los estrenos de esta edición del Festival, cabe mencionar la importancia de los Symposium o charlas en torno al Teatro Musical. Figuras importantes de esta disciplina y de otras que pueden aportar un punto de vista enriquecedor, tales como J.P. Hiekel, D. Mersch, K. Schneider, M. Zeneck, T. Schick o los propios Ott y Tsangaris, pusieron encima de la mesa cuestiones y discusiones sobre el Teatro Musical y que funcionaron como contrapunto a la dimensión práctica del Festival.

Como conclusión, podemos decir que la Biennale de Múnich 2016 ha supuesto una novedad con respecto a pasadas ediciones, y es el estreno de Daniel Ott y Manos Tsangaris como directores artísticos del Festival. Sus apuestas por creadores jóvenes, por formatos actuales que miran al futuro y por estéticas que ponen sobre la mesa cuestiones tanto del día a día y como de la más profunda trascendencia –el tiempo, la memoria, la relación hombre-tecnología, etc.– son sin duda su sello y a la vez los aciertos de esta edición. Junto a ello, los Symposium que tratan de reflexionar y proporcionar algo más de luz sobre esta disciplina llamada Teatro Musical han sido también una apuesta acertada a pesar de la larga duración e intensidad de algunos de ellos.

Esperemos ver apuestas de la calidad de Anticlock (OmU) y HolyVj#Disgression no.1 y de la belleza poética de Mnemo/scene: Echos en futuras ediciones de la Biennale de Múnich y menos piezas donde domina lo ornamental y en las que un presupuesto altísimo no se ve correspondido con el interés artístico y el contenido musical de algunas performances. Ott y Tsangaris, como hombres de dilatada experiencia en el campo del Teatro Musical, ya estarán trabajando para que el siguiente Festival sea aún más potente.

 

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