A vueltas con el gusto

“¡Bienaventurados los que tienen un gusto, aunque sea un mal gusto! — y no sólo bienaventurado, sino también sabio es cosa que sólo se puede llegar a ser en virtud de esa cualidad: por ello los griegos, que en tales cuestiones eran muy finos, designaron al sabio con una palabra que significa el hombre de gusto, y llamaron a la sabiduría, tanto artística como cognoscitiva, ‘gusto’ (Sophia).”

Así habló Nietzsche a Los alemanes en el teatro. Para el filósofo prusiano “toda vida es una disputa por el gusto y por el sabor” y “Gusto: es el peso y, a la vez, la balanza y el que pesa; ¡y ay de todo ser vivo que quisiera vivir sin disputar por el peso y por la balanza y por los que pesan!”.

Así habló Zaratustra al abordar lo sublime.

Claro que siguen importando el gusto y la belleza, pero ¿qué se entiende por gusto y por belleza? ¿Cuáles son los parámetros que utilizamos para medir y valorar? ¿Dónde comienza la belleza y termina la fealdad o acaso eso importa bien poco? ¿Cómo se posicionan creadores y público ante el hecho artístico? ¿Quiénes sopesan, deciden y prescriben el buen gusto y la belleza?

Umberto Eco acude a Kant para definir la belleza como “cualquier cosa que se contempla con placer con independencia de su interés material. La belleza consiste en el placer de ver o escuchar cualquier cosa sin necesitar poseerla”.

En mi anterior artículo, titulado “El público no tiene gusto”, quise polemizar sobre el gusto a partir de una frase de Claude Debussy, tal vez poco afortunada y tildada por algunos de arrogante, pero sirvió para desatar una interesante y necesaria polémica en la red social en torno a la actual política cultural, educativa y musical en nuestro país.

Es obvio que mi intención no era hablar del gusto musical del público, al cual respeto sobremanera, entre otras cosas porque también me considero público y las generalizaciones encierran en sí mismas su falsedad, aunque sí servirme de esta frase para llamar la atención y aprovecharme de ella para manifestar mi hartazgo de una política musical insensible, ciega y sorda, cuando no mezquina, hacia todo lo que representa nuestro actual patrimonio sonoro, nuestra música de aquí y ahora y hacia sus creadores. No podemos permitir que con el dinero de todos se sigan elaborando las programaciones musicales que llenan de contenido la mayoría de nuestras salas, auditorios y casas de cultura. Está muy bien y es correcto continuar visitando la música alemana de los siglos XVIII y XIX, pero que siga representando prácticamente las tres cuartas partes de la programación es un anacronismo insostenible económicamente y sobre todo una provocación y un insulto a la nueva creación española, a la sensibilidad de muchos músicos, artistas y aficionados y un desprecio hacia el inmenso imaginario cultural de todo un pueblo.

Los medios de comunicación, muy dados al tremendismo, la exageración y la manipulación de la opinión pública, cuestionan permanente e interesadamente si la música de hoy trascenderá sus propias fronteras físicas y límites históricos. Es la manera particular que tienen los mass media y las industrias del entretenimiento a las que sirven para colaborar en la colonización cultural. Por supuesto que sonará mañana la música de hoy por la sencilla razón de que ya está sonando. Muchas veces confundimos lo mercantil con lo artístico, la industria cultural con la cultura y el arte y ese es un error que no podemos cometer a estas alturas del recorrido.

No obstante, Eco nos recuerda que si bien durante la modernidad “el arte creaba la belleza”, cuando llegaron las vanguardias “llegó la disociación de esos términos” escapándose “el sentimiento de belleza del círculo de la filosofía para pasar al mundo de la comunicación de masas”.

Desafortunadamente, la música como las artes plásticas también se refugia en valores seguros, reconocibles, aceptados social, cultural, política y económicamente. Por eso no se acepta la música actual hasta que no ha pasado un tiempo (histórico) que ha hecho la labor de atemperar gustos y suavizar contornos, texturas, colores, formas y gestos que antes fueron tachados de insoportables e intolerables al oído y al buen gusto. Esto ha ocurrido siempre. A lo largo de la historia de la música, desde los primeros desafíos que planteó la polifonía hasta nuestros días, siempre ha habido cambio, transformación, vanguardia y contemporaneidad frente a paradigmas antiguos o tradicionalistas: ars antiqua/ars nova; prima pratica/seconda pratica…; querelles musicales (de los bufones, de gluckistas y piccinnistas, lullistas y ramistas…) e infinidad de escuelas estéticas. De ahí que siempre se le atribuya la responsabilidad a los creadores y no a los gestores, programadores y críticos.

No creo que avancemos mucho si buscamos culpables entre los creadores y los públicos. No me parece inteligente ni de buen gusto pensar que a partir de la segunda mitad del pasado siglo la música llegara al extremismo o al radicalismo más intransigente. Más bien pienso que fue la humanidad la que llegó a la brutalidad más salvaje y homicida jamás nunca antes conocida. Los compositores, artistas, escritores, poetas y dramaturgos no fueron, en absoluto, ajenos a todo lo acontecido.

El siglo XX significó la emancipación del ser humano a todos los niveles, también en el artístico. Crear, escribir y componer con total independencia de corsés estéticos, económicos e ideológicos ha sido y es la característica fundamental que define nuestro tiempo. Que el serialismo integral pudo convertirse en una escombrera, como afirmó Helmut Lachenmann en los años 70, es posible, pero no mucho más que lo que ocurrió con otros academicismos, escuelas compositivas o tendencias sonoras anteriores y posteriores.

“Si este sublime se fatigase de su sublimidad: entonces comenzaría su belleza, — sólo entonces quiero yo gustarlo y encontrarlo sabroso”. Así bromeó Nietzsche.

 

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