Apología de una condena (I)

ilusión.

(Del lat. illusĭo, -ōnis).

1. f. Concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos.
2.
f. Esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo.
3.
f. Viva complacencia en una persona, una cosa, una tarea, etc.[1]

Siento decirles que estamos condenados.

Me explico.

Hace unos meses, el profesor Ignacio García de Léaniz publicaba en el diario El Mundo un interesante artículo titulado “La crisis de la ilusión“. En él se apoyaba en un texto que vio la luz hace ahora precisamente treinta años -el Breve tratado de la ilusión, escrito por el filósofo español Julián Marías (Valladolid, 1914-2005)-, para situar la falta -y, en algunos casos, la privación- de ilusión en las entrañas de la crisis -transición, cambio o como quieran llamarlo- que ahoga a nuestra sociedad actual.

La lectura casual del artículo de Leániz me condujo hacia el Tratado de Marías, discípulo de Ortega y Gasset, republicano y autor, entre otros libros, de El método histórico de las generaciones (Revista de Occidente, 1949) -texto que todo historiador ha debido consultar y/o criticar, directa o indirectamente-.

El Breve tratado de la ilusión encierra un secreto lingüístico que nos afecta a todos los que hablamos español: el término ilusión tiene connotaciones positivas sólo en nuestro idioma. Queramos o no, esta es nuestra condena. ¿No les parece maravilloso?

Según Marías, es el poeta José de Espronceda (Almendralejo, 1808-Madrid, 1842) el primero en aplicar al término -vinculado hasta ese momento a la primera definición que tienen al comienzo del texto-, un sentido afirmativo, positivo, ligado a las otras dos acepciones que también pueden leer más arriba; acepciones que subrayan ese concepto de ilusión que nos impele a la acción, que nos excita, estimula y empuja a imaginar un nuevo proyecto profesional, a luchar por un futuro laboral mejor, a enamorarnos, a encontrarse con un buen amigo o, sencillamente, a levantarnos cada mañana.

A pesar de su extensión, quiero citar aquí varios fragmentos de este Tratado para que puedan leer algunas de las oportunísimas aserciones del filósofo español. El primero de ellos tiene que ver con un diagnóstico -certero y de pasmosa actualidad- acerca de la obra cultural contemporánea; Marías establece la definición de lo que podríamos denominar “ilusión creativa”:

Muchas veces me he referido a la falta de fruición que en nuestra época muestran con tanta frecuencia las obras de pensamiento, literatura o arte; se advierte muchas veces un elemento de despego o hasta de malhumor en los profesionales de las disciplinas más elevadas y en la docencia de ellas -una de las raíces de la crisis de esta última, y en particular de la Universidad-. Creo que el origen de ello está en la falta de ilusión por esos menesteres. Cuando el trabajo es demasiado impersonal, cuando se realiza por acumulación de materiales e informaciones, cuando importa más el resultado y el éxito que la realización misma, la ilusión de desvanece; creo que eso afecta decisivamente a la calidad, pero más todavía a la personalidad de la obra, que resulta en muchos casos intercambiable, en lugar de estar ligada a la más profunda realidad del autor (pág. 71)

En el segundo, Marías defiende la imprescindible presencia de la ilusión en el vínculo entre maestro/a y alumnos/as, algo que podríamos denominar “ilusión instructiva”:

Si los estudiantes no esperan ilusionados la llegada del maestro, su presencia, su enseñanza, no funciona para ellos como maestro, sino a lo sumo como “docente” o “profesor”. Si el maestro, por su parte, no siente ilusión por su menester, y concretamente por sus discípulos, en grado muy alto por algunos, su función es una forma deficiente, una degeneración de una vocación. Uno y otros tienen que esperar, anticipar, sentir complacencia, asociarse a las trayectorias ajenas. Si esta ilusión falta, la auténtica función no se cumple (pág. 88)

El tercer y último fragmento alude a la “ilusión amorosa”, aquella que nace en nosotros de manera causal y reactiva al mismo tiempo y que debe encarnarse, sin duda alguna, durante el enamoramiento:

El descubrimiento personal es, por tanto, triple: de la persona por quien se siente ilusión, por parte del que la siente; del sujeto de ella, que se va aclarando y desplegando al hilo de su proyecto ilusionado; finalmente, de la persona ilusionante, a sus propios ojos, a luz de la ilusión que despierta, en la medida en que la conoce o la adivina (pág. 101)

No dejaré aquí el comentario de este magnífico texto de Julián Marías. Sin embargo, y por ahora, solo me resta decir que la frontera entre las palabras “iluso/a” e “ilusionado/a” es, muchas veces, tan difícil de acotar como lo es aquella que separa la primera de las otras dos acepciones que nos ofrece la Real Academia Española. Nuestro idioma nos ha condenado a vivir en lo posible, en esa realidad anhelada y deseada, proyectiva, que nos mueve hacia no se sabe dónde y cuya frustración puede tener consecuencias terribles.

Bendita condena.

 

Notas 


[1] Diccionario de la Lengua Española, http://lema.rae.es/drae/?val=ilusi%C3%B3n, 21.02.2015.


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