Brandon LaBelle y sus territorios acústicos: el espacio doméstic(ad)o
Acoustic territories. Sound Territories and Everyday Life (Continuum, 2010) es uno de los libros más importantes en la producción de Brandon LaBelle, en el que explora qué significa ubicar un sonido, y no tomarlo como un ente radicalmente temporal que poco tiene que ver con lo espacial. Lo interesante, a su juicio, es que el espacio que emerge en el análisis de lo sonoro “excede en muchos casos los parámetros convencionales y las posibilidades de la representación”, que es como normalmente se ha entendido lo espacial y también la geografía cultural. La topografía urbana debe trazarse, a su juicio, desde lo aural, en la medida en que lo sonoro da claves fundamentales para rearticular el espacio como espacio político no dualista (dicho simplemente: o esto o lo otro), tal y como lo es el sonido, que no es reductible a relaciones de pertenencia y que se caracteriza por la divergencia y el desplazamiento. El sonido, en tanto un ente fuera de lugar, modifica la noción de espacio.
El tema en el que me voy a centrar es su lectura sobre el espacio doméstico, recogido en el capítulo “Home: Ethical Volumens of Silence and Noise” e “Interiors”). Tal espacio lo trabaja desde términos políticos, en tanto “domesticación”, traer al orden, reprimir; y la relación con el sonido. Desde su punto de vista, la casa tiene una doble lectura: por un lado, es una protección frente al ruido exterior; pero, por otro lado, una reordenación del sonido, tanto propio como, en las viviendas modernas, de los otros que no se ven, los vecinos y la gente de la calle, el exterior que se cuela en el interior. En ambos casos, de cualquier modo, lo que quedaría de manifiesto es que el sonido y, con él, el ruido y el silencio, son “place-based”, es decir, relativos a un lugar concreto y no pueden pensarse como categorías des-ubicadas. Por tanto, su definición de ruido es también espacial, en la medida en que sería un “sonido que ocurre donde [y no como o cuando] no debería”.
En la primera lectura, parece que el sonido se domestica. Estar “en casa” implica también estar “en ciertos sonidos” en términos de “seguridad física”. Tener una casa, a su juicio, organiza el resto de actividades sociales. La interioridad espiritual, un tema muy querido entre los decimonónicos, se desarrolló justamente como metáfora de la segura y la privacidad del interior de una casa. Lo privado, por tanto, se volvió un asunto relevante y constituyente de lo público. En este sentido, lo privado no se articula solo desde lo visual –esa esquina que se convierte en “mi” rincón o esa foto que evoca un recuerdo- sino que el espacio de la casa protege de los sonidos exteriores, caóticos, molestos, ajenos y legitima los propios: los secretos, los obscenos, los intraducibles al lenguaje de lo público. La casa es el espacio de la paz y la tranquilidad.
Tal sería una lectura conciliadora. La lectura conflictiva es cuando en esa burbuja de protección y seguridad de cuelan los sonidos, convertidos en ruidos, de los otros. Por tanto, en el segundo caso, la ordenación del ruido se articula desde una noción normativa: el estar “con otros” desde el respecto o trasgresión de su silencio. Escuchar al vecino cantando bajo la ducha o su televisión implica una “conectividad” inesperada cada vez tras la protección de las paredes del espacio privado. A través de los muros, se desvela parte del espacio del otro sin necesidad de lo visual. La intimidad se rompe por la participación del sonido. Un ejemplo de este asunto sería, para él, el proyecto de Vito Acconci Talking House (1996), en la que se escucha lo que sucede en una casa en Santa Barbara, California. Se escucha lo que “no se debe escuchar”, que es el secreto del hogar. La invasión de la protección del silencio que la casa ofrece rompe con la propia idea de la casa y pone en juego el deseo de lo prohibido, de la intromisión en lo otro.
Además, también la clase se desvela en esta intromisión, en el cruce de intimidades. Como señala LaBelle a través de Karin Bijsterveld, cuando tener un gramófono o un tocadiscos era algo que solo algunos podían pagar, inundar la intimidad de otros con el aparato era una forma de poder. Hoy, el uso de auriculares abre un nuevo espacio de lo íntimo. Que los dueños de aparatos de reproducción pudiesen elegir su propia música, más allá de la que sonase en la radio, llevó al desarrollo del derecho a la propia “cultura sonora”, que a llegado hasta plataformas como YouTube o Spotify.
La complejidad de la determinación de lo público y lo privado por la capacidad transgresora del sonido llevó a una elaborada discusión sobre cómo y en qué términos se mide el sonido en términos de “molestia social”. ¿Es lo mismo un vecino que pone a todo trapo música que uno que tiene un ataque de tos continua que se cuela por el patio de luces? ¿Qué se pone en juego? LaBelle se pregunta, específicamente, “¿cómo se pueden regular los movimientos del ruido urbano sin que parezca que se va a socavar la condición nuclear que lo urbano ofrece como experiencia social o comunitaria?” El sonido, para él, tiene un carácter relacional que afecta tanto al “contacto social” como al sentimiento que atribuimos a un espacio, de tal modo que, à la Platón, no habría forma de modificar la concepción sonora sin que ello afectase a la concepción de una “comunidad futura”. La organización del ruido, que para autores como Attali ha caracterizado desde su origen a la propia definición de la música, es ahora también una construcción del espacio en términos disciplinarios y discursivos. Según LaBelle, la exploración de los “territorios acústicos” debería dirigirse a pensar “cómo las casas y ciudades llegan a ser paisajes sonoros [soundscapes] dinámicos” que permitan articular otras “relaciones sociales y espaciales”.
El propio concepto de comunidad está atravesado por lo sonoro. El otro es entendido, a su juicio, como un ser ruidoso que interviene en la comunidad. Por tanto, señala, el silencio “actúa como un principio de ordenación social”. Lo silencioso sería “lo normal” y el ruido lo que desequilibraría tal normalidad a la que se aspira. Siguiendo a Richard Sennett LaBelle propone, sin embargo, una lectura radical: el ruido, a diferencia de esa lectura que lo reduce como elemento disturbado y trasgresor de la armonía (casi preestablecida) de la comunidad –esto es, el fin de toda comunicación posible– es, para él, un comienzo. La comunicación, en la constitución de la comunidad, queda relegada al ámbito del lenguaje propositivo. Sin embargo, hay marcas que pertenecen a lo ruidoso, como la risa o el sollozo, registran formas de comunicación extremas no articulables fácilmente dentro de los márgenes de tal lenguaje: «molestándote, creo también un espacio en el que conocernos en el extremo. El ruido puede verdaderamente hacernos visibles». Quizá lo que propone, entonces, es una exigencia radical al lenguaje: que vuelva a comunicar a los individuos entre sí sin la coraza de lo apropiado, lo aceptable o lo “normal”. Es decir, abrir la comunicación a espacios de expresión no domeñados.
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