Dido & Aeneas, bella intriga contemporánea y barroca

(c) Javier del Real
Lo mejor de la puesta en escena de Dido & Aeneas de Henry Purcell que hace Sasha Waltz en el Teatro Real es que deja sin palabras a su espectador. No lo deja sin palabras porque lo asombre, no. Lo deja sin saber qué decir, cómo describir el espectáculo. Cómo poder comentarlo cuando salga de la sala. Una frustración que normalmente se acompaña de pitidos, pataleo por una parte de la platea que solo acepta espectáculos codificados y explícitos porque a poca gente le gusta que le dejen sin palabras. Sin un mínimo de balbuceo. Que vaya a entretenerse, a pasar la tarde, y le obliguen a aprehender un nuevo lenguaje. El lenguaje contemporáneo de la danza que curiosamente casa con la música barroca como un guante, una prueba más de que no vivimos en un mundo minimalista, como se piensa, sino que estamos ante un mundo recargado, lleno de volutas.
Eso es lo que hace la Waltz. Barroquizarlo todo, aunque no lo parezca. Desde ese aparatoso tanque de agua colocado en alto, como si fuese un friso, con el que inicia la obra en la que los cuerpos flotan y se mueven de un lado a otro, se frotan, se rodean, se bañan, y se muestran en todo el esplendor corporal de los bailarines mientras se introduce la historia. Una historia de dos seres humanos llamados a la castidad por tener misiones más altas. La reina Dido porque tras enviudar debe cuidar del bienestar de su pueblo. El héroe Aeneas porque debe reconstruir Cartago. Pero en el encuentro inesperado y azaroso en plena primavera, la sangre y los afectos alterados hacen lo que tienen que hacer para que caigan en la anhelada trampa y en la dulce condena del amor.
¿Cómo se baila el amor desde una perspectiva contemporánea y barroca? ¿Cómo se baila esta ópera barroca desde una perspectiva contemporánea? ¿Cómo alejar la tristeza y la inquietud (del presente común y diario) de la belleza (que llega del pasado) como dice el libreto de la obra? Dándose la libertad de hacer. Construyendo desde lo pequeño, lo pequeño que se necesita para que los cantantes y el coro se integren en el cuerpo de baile, para llegar a lo grande, esas masas que tan bien sabe construir y deconstruir su coreógrafa, con ese amor que tiene por la danza y por la música de Purcell llena de ligera alegría.
Una coreografía en la que se entiende mal, desde una perspectiva narrativa, esa posible sala de ensayos o salón real que se muestra a mitad del espectáculo. En la que se coreografían reverencias, pasos de baile, y se trabaja por acumulación de elementos y movimientos. Montando figuras y escenas sin sentido. Algunas realmente bellas que se pierden en ese discurso excesivo e incompresible de cuerpos y de movimientos que se (re)produce en escena. Discurso barroco que impide la concentración y favorece la dispersión de las cabezas de sus espectadores. Que también es un discurso sobre lo que es ser una reina, pertenecer a la realeza, saber saludar, saber vestir, calzarse y otras actividades sin sentido como saber montar a caballo que contextualiza desde una perspectiva sobre quienes se está cantando. Y también es un discurso sobre la soledad del héroe, siempre solo frente a la adversidad, con el que acaba esta parte.
Un intermedio coreográfico que hace retomar la música, cuando vuelve, con otra perspectiva. Y la belleza adquiere otro cariz porque la manera de mirar ha cambiado. Ahora se mira el mismo trabajo coreográfico que se ha visto al principio con una mirada reflexiva, poco dada a la efusión emocional, a la sentimentalidad, y al juego en escena. Una mirada que ve sobre todo arbitrariedad y, en algunos momentos, bellas soluciones fáciles para acompañar la música y las canciones. Como ese bello duetto construido a partir de bailarines, para dar movimiento y hacer figuras que parecen salidas de cuadros, y cantantes, para dar voz a esas figuras.
Intrigante montaje, pues, el que ha traído el Teatro Real para unos espectadores que acaban de ver la explícita (y zafia) propuesta de la también barroca La Calisto. Lleno de interrogantes sin respuestas, construido sobre la historia de dos mortales que por amor (y, por tanto, por deseo como ocurría con La Calisto) se revelan frente al designio de los dioses. Lo que tiene su precio y, también, su destino en la memoria del desmemoriado público que ya está pendiente de la siguiente sensación, la siguiente propuesta, cuando le acaban de cantar “recuérdame” poco antes de que se haga el oscuro y se apague la llama del amor, del deseo. Un sencillo final y fin de todos los mortales.
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