El blues de la ciudad inmóvil
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ierto: modernidad y metrópolis nacieron siamesas una junto a la otra. Movimiento, velocidad, cambio y capacidad para integrar la heterogeneidad de un mundo en globalización. Incluso el blues, que nació de la plantación en el corazón de los esclavos negros arrancados de África, encontró en la ciudad espacio para electrificar su alma vagabunda.
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ingiendo, afuera, la gente camina, los coches rugen y escupen humo, los autobuses atraviesan las avenidas. Nada parece desviarse de la exaltación futurista del ruido que soñaron Russolo y Marinetti. Dentro, en la cabeza, todo resuena; la experiencia subjetiva emerge frágil en medio de una realidad cuya materialidad se evidencia insoslayable y estridente.
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omo su banda sonora, el furor constata la imposibilidad de la quietud, la utopía del silencio en la secuencia continua de jornadas de trabajo —que se extienden entre la luz del amanecer y las sombras vespertinas. El blues de la ciudad inmóvil es sólo deseo de quietud, la añoranza de algo que nunca existió ni existirá en la modernidad productiva que construimos y habitamos frenéticamente.
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olor. El blues es la música del color triste. Un color cuyo lamento es interno y que tiene la forma de la ausencia. La multitud conforma el paisaje más crudo para la soledad del desarraigo. La metrópolis es el espacio impersonal en el que confluimos para tratar de ser personas, libres por fin de los lastres de nuestro origen plebeyo. Unos junto a los otros, como si superponiendo nuestros deseos tuviésemos más posibilidad de llegar a conocerlos.
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orma de blues. Repetición y vuelta. Abrir, cerrar y de nuevo al principio. Sin desfallecer. Complementando. Como el ritmo de las palas asfaltando las venas de una naturaleza indómita que cede y se transforma. Avenidas permanentemente iluminadas por diodos. Jungla donde todo convive. El fuerte con el débil, en comunidad, persiguiendo el mismo destino de volver a empezar una nueva estrofa.
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antasía. La ciudad alberga rincones míticos donde la locura es posible. Oasis de disidencia. Resistente a todos los fascismos, la calle es escenario para la performance de las identidades. Cotidiano auto-espectáculo en el que lo exótico logra pasar desapercibido. A nadie le importas. Disfruta de tu anonimato. Déjate deslumbrar por las luces de sus coches, mecer por el boogie-woogie.
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aminar la ciudad con auriculares. Aislarse del molesto ruido de los otros generando una burbuja acústica privada. Evitar que la esfera íntima se diluya en el anonimato de lo social. Superponer sonido con sonido hasta transformar el entorno en una ensoñación sonora que transcurra ante nosotros como si no estuviésemos ahí; la fantasía de ser espectadores de nosotros, sin nosotros mismos.
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uando los sentidos se sobre-estimulan la imaginación se colapsa. La publicidad lo sabe. Las ciudades son campos de batalla para la comunicación de masas. La conciencia sobre-estimulada se aletarga y vuelve dócil para cumplir su cometido: ir a trabajar, volver de trabajar, descansar para volver a ir a trabajar. En coche. En autobús. En tren. Sintiendo el ritmo del engranaje. Con sacrificio de peón. Cantamos el blues del trabajo porque nos hace sentir juntos, porque nos hace olvidar lo arduo de nuestra tarea.
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emostramos lo que somos por nuestras acciones. La inacción es incompatible con la responsabilidad de ser uno mismo, de mantener algo parecido a una integridad psicológica del yo. En la ciudad todo está en permanente mutación. El vacío se convierte en un lugar inaccesible. En el vacío no puede haber música. El silencio interno se rompe por las reverberaciones de aquello que nos llama desde afuera.
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alería de arte que se colecciona. Se vende. Se exhibe. Se desea. La metrópolis es mercado y refugio de artistas hambrientos con zapatos desgastados. Se puede ser libre y pasar hambre, regalar lo que no puede venderse o venderse a uno mismo a cambio de un pedacito de espejo. Acariciar la fama, sumirse en el olvido. Como un film, la ciudad misma, en su vital movimiento, nos convierte en actores de su imparable secuencia de plano-contraplano. El arte no imita la vida, sólo mantiene el espejismo; sentir que todo merece la pena.
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entro y periferia. Anillos de expansión urbanizados de población distribuida. La tasa de habitantes por kilómetro cuadrado es proporcional a la posibilidad de lo imaginario como alternativa a la crudeza de lo real. No es pura estadística. Algo sucede cuando nos juntamos, aunque sea sin estar verdaderamente juntos. Es como si los metrónomos se sincronizasen y empezásemos a funcionar como un único instrumento, sin ataduras, libre para rasgar los velos de toda armonía establecida. Da-da, be-bop.
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ente entre la gente. Ahí afuera la ciudad persiste; su motor mantiene el pulso binario de consumo y productividad. Dentro, el blues también continúa, como la última pertenencia, como ese sentimiento que finalmente es la esperanza de no dejar de ser uno mismo en el medio de todo lo demás.
— Créditos —
Still City Blues es una producción del Centro Imaginario de Estudios Artísticos que he tenido el placer de compartir con Colectivo Ergo Sound — Alberto Bernal, Pedro Pablo Cámara, Manuel de Pablos, Gala Pérez Iñesta, Pedro Pablo Polo y Alessandra Rombolá. La pieza tiene formato instalativo, con vídeo en 2K y sonido binaural, para ser exhibida en centros culturales, museos, ambigús teatrales, y lugares de tránsito.
Las imágenes son fotogramas de la pieza, que grabamos en Madrid entre los meses de marzo y abril de 2018.
Este artículo es parte de ese mismo proceso de creación-investigación sobre ciudad y silencio, espacios inversos del alma de la modernidad..
Sobre el autor
Rubén Vega Balbás (conocido como Rubén Vejabalbán, Madrid 1975) soy un artista, investigador y emprendedor comprometido con la innovación en el campo de la creatividad artística. Trabajo en temas como teatro y filosofía, teoría dramática, tecnología y nuevos medios, arte cibernético, dispositivos comunicativos, y pedagogía de las artes. Coordino el Centro Imaginario de Estudios Artísticos y formo parte del Grupo Nebrija de Investigación en Comunidades académicas y artísticas.
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