El holandés errante, un ausente

(c) Javier del Real
El holandés errante de Wagner que se puede ver y oír en el Teatro Real de Madrid es un proyecto continuista con lo que se viene viendo y oyendo últimamente en dicho teatro. Continuista en el sentido de que se suben a escena montajes que vienen de otros teatros con nombres con cierto caché o carisma. En este caso el del director de escena, Alex Ollé, que es decir La Fura dels Baus, y el equipo habitual que suele acompañarlo y el afamado director Pablo Heras-Casado.
Y, también, como viene siendo habitual, el producto no funciona. En lo escénico por la forma de trabajar de La Fura dels Baus. Buenos buscando ideas pero una vez encontradas no son capaces de llevarlas hasta el final para el bien de la historia y de la música. En este caso trasladan la acción a la ciudad de Chittagong, conocida como el infierno en la tierra, en Bangladesh, una ciudad en la que en la actualidad se conciertan matrimonios y donde se desguazan buques. Lugar donde podría llegar un buque fantasma con el holandés errante y este podría concertar un matrimonio con una pareja fiel que le salvase de seguir vagando por toda la eternidad.
Todo ello hace que no se entienda lo que pasa en escena. Es decir, no se entiende ni la música, ni lo que se canta. Claro que la anécdota se sigue sin problemas de una manera superficial y cosmética. Pero, ¿por qué Senta está enamorada del holandés errante, de su leyenda, hasta ser capaz de dejarse morir por este y vagar con él por toda la eternidad, cuando no lo conoce en persona? Y eso que técnicamente Ingela Brimberg la canta fenomenal, ay, si encima le pusiera arte.
Para muestra un botón, ver en escena a los bangladesíes de Chittagong con botellas de vino en las manos cantando el Coro de los marineros noruegos, es como ver un Cristo con dos pistolas. Dos elementos que no casan o casan poco. Pero claro, ponerle cocacolas de dos litros en botellas de plástico o unas litronas de cerveza, que es lo que correspondería a la situación, sería llevar una idea feliz hasta al final.
Como este hay varios ejemplos en todo el montaje. Lo que extraña en una producción de La Fura, compañía que se hizo popular en los ochenta por sus espectáculos rompedores en los que no importaba incomodar al público para sacarlo de su zona de confort. Es como si se hubiera domesticado o adocenado.
Hay un momento en que Senta, la enamorada del holandés y de su historia, le pregunta a Erik, el cazador que la pretende (en este montaje, posiblemente un francotirador, un mercenario o esbirro a sueldo) por qué tiene miedo de la imagen y de la balada del holandés errante. Es ese verso el que indica que le pasa a este montaje. Miedo a las imágenes y a la música.
Si a lo anterior se añade el riesgo asumido por Pablo Heras-Casado de tratar de hacer una interpretación musical lírica y cercana a la ópera italiana, riesgo que no funciona y que mantiene a la orquesta perdida, no es de extrañar que la decepción entre la crítica sea generalizada. Pues a parte de unas buenas proyecciones de vídeo y una iluminación bien realizada, nada acaba de marchar de verdad.
Aunque en lo de Pablo Heras-Casado hay una gran diferencia. Él sí se la juega hasta el final. Trata de exprimir la música y a la orquesta para sacar eso que él oye y ve en esta partitura de Wagner. A pesar de no conseguirlo, hay un riesgo, el riesgo que todo artista debe correr, sobre todo si está convencido de ello. En este caso, empujando al satisfecho y acostumbrado oyente de Wagner a abrir los oídos y, sobre todo, la mente. Esa mente adocenada por un puñado de grabaciones canónicas y el aparato académico que les acompaña.
El problema es que con los condicionantes anteriores, el montaje aporta poco en lo artístico (salvo un puñado de imágenes o ilustraciones impactantes) y menos en lo que de contemporáneo pudiera haber en el mismo. Siempre se podrá decir que es un éxito económico (solo quedan las entradas más caras y seguramente se agotarán) y que la crítica se equivoca. Nada que discutir al respecto pero sí hay que preguntarse ¿justifica ese éxito económico tener un teatro de ópera y mantener los costes que supone? ¿No debería la ópera, como cualquier otra manifestación artística, ayudar a sus espectadores y a su sociedad a entender lo que les pasa o lo que pasa en su alrededor y en el mundo?
Los clásicos, los del siglo XIX incluidos, lo son porque tienen esa capacidad de hablar, de decir en cualquier época, independientemente de del avance técnico y/o artístico que supusiesen en su época. Es decir, porque siempre son contemporáneos. Se ejecutan en el presente y eso no necesariamente consiste en relocalizar la trama y los personajes en nuestro tiempo.
El holandés errante, un ausente por Antonio Hernández Nieto, a excepción del contenido de terceros y de que se indique lo contrario, se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International Licencia.