Medallas y medallones

El año 2016 se cerró con la concesión de las Medallas de Oro al mérito en las Bellas Artes, que otorga el Ministerio de Cultura. La inclusión de un torero, “El Juli”, entre los premiados, ha llenado las redes sociales de voces indignadas. Pero cuidado, esto no es nuevo, como parece deducirse de estas protestas. Desde 1996 se ha estado premiando a toreros con este reconocimiento institucional. Algo más de una veintena de toreros y un periodista taurino dan una idea bastante reveladora de la consideración que esta actividad “artística” tiene entre los dos partidos que han gobernado España desde la llegada de la democracia. El desconocimiento de la realidad hace un flaco favor a una la acción contestataria que parece lógica en este caso. No es posible que una protesta se tome en serio si la novedad del escándalo se convierte en algo sustancial en el discurso de denuncia.

Por otra parte, nadie duda que en nuestro tiempo, desde la perspectiva de la estética, el término “bellas artes” está desfasado, resulta claramente insuficiente e inadecuado para entender el hecho artístico. Sin embargo, un término sirve para identificar algo con cierta precisión y un término desfasado quizá sólo sirva para esto, para identificar algo en un contexto general, alejado de su posible valoración crítica. Queda como mera convención que puede resultar útil para entendernos, únicamente para saber de qué hablamos. Cuando nos referimos a las bellas artes todos reconocemos unas disciplinas concretas, derivadas de una taxonomía clásica unificada por Charles Batteux en el siglo XVIII. Y hoy, sacando a la elocuencia de la lista, podemos reconocer siete artes bajo esta denominación: la música, la danza, la arquitectura, la pintura, la escultura, la literatura y el cine, última inclusión moderna.

Por eso, estos premios institucionales no son criticables únicamente desde un punto de vista ético –con la barbaridad que supone obviar la muerte cruenta de un animal al servicio del espectáculo público, poniendo por encima un supuesto valor “artístico”- sino también por el criterio utilizado para la concesión de una medalla que dice “distinguir la creación artística y cultural, el fomento, desarrollo o difusión del arte y la cultura o la conservación del patrimonio artístico”. Así, independientemente del asunto del maltrato animal, ¿qué idea se quiere lanzar con la inclusión de toreros en el premio? ¿Se pretende sumar este penoso espectáculo a las otras disciplinas que tradicionalmente componen las llamadas bellas artes? ¿Por qué no también a los presentadores de la basura televisiva? Porque, en este sentido, resulta igual de incoherente dar el medallón a los toreros que a los cocineros (perdón, chefs) o modistos (perdón, diseñadores), por cierto, también abundantes en la lista de galardonados. Si se pretende premiar cualquier actividad, seguramente convendría repensar el nombre del premio, como decimos, no por purismo terminológico, sino por ser y aparentar la mínima seriedad exigible a las instituciones públicas.

En la Grecia antigua la forma más elevada de la política era la elocuencia, capacidad de la que parecen carecer la inmensa mayoría de nuestros políticos hoy. Su pobreza de discurso y escasa pericia para persuadir y convencer nos impide saber si esta falta de coherencia esgrimida para casi todo lo que tiene que ver con la cultura se puede considerar acción política o es simplemente estupidez y/o amiguismo y pagos a los servicios prestados. En cualquier caso, se vea desde la óptica de la salvajada o desde la de la coherencia conceptual, estas concesiones institucionales se degradan al observar una parte relevante de los cuellos que portan las medallas.

Dicho esto, nuestros mejores deseos para el 2017 a nuestros lectores, incluida la buena digestión y un rápido paso por la innegociable resaca.

 

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