El “pensamiento sónico” de Christoph Cox

Cox lleva unos años metido en las corrientes que tratan de reflexionar sobre el calado contemporáneo del realismo y el materialismo, como el realismo especulativo o la ontología orientada a objetos (OOO para los amigos). Básicamente, más o menos desde 2007 una serie de autores han comenzado a pensar que tanto el realismo como el materialismo habían estado marcados por lo que el ser humano podía o no podía hacer y pensar. Por ejemplo, se consideraba que el realismo era marcado según lo que la medida del ser humano: ¿es verdad lo que me dicen mis sentidos? ¿el mundo existe, aunque no lo perciba? Quentin Meillasoux, en un libro que fue bastante sonado en 2006, After Finitude: An Essay on the Necessity of Contingency (editado en español por la editorial La Caja negra como Después de la finitud. Ensayo sobre la necesidad de la contingencia), criticaba que la filosofía se había acercado a la realidad desde el pensamiento, es decir, el mundo siempre era “el mundo para mí”. Su propuesta consiste en separar las esferas de lo objetivo de lo subjetivo, sin que estén “correlacionadas”. El ser humano, entonces, ha dejado de ser la medida de todas las cosas, como pedía Protágoras. El debate es amplísimo sobre las consecuencias de la vuelta al realismo, así como las consecuencias. Dicho en breve, y con especial énfasis sobre el asunto que nos ocupa aquí, es que este tipo de posiciones ponen en duda la creencia ilustrada de que la razón sea capaz, en algún punto, de conocerlo todo. El énfasis se encuentra en la crítica al antropomorfismo, por la que no solo pasan los objetos del mundo, sino también la propia estructura del conocimiento. Desde esta perspectiva desarrolla sus reflexiones Cox, incluyéndose así en la ya algo veterana tradición de pensamiento sonoro que llevan unos cuantos años trabajando sobre la posibilidad de modificar las formas de conocer ampliando, criticando o cuestionando el calado visual fundamental de nuestras formas de conocer. Así es como llegamos a su “pensamiento sónico” [Sonic thought]. Se pregunta, en su texto homónimo (en C. Cox, J. Jaskey y S. Malik, Realism Materialism, Art, Sternberg Press, 2015), qué puede significar “pensar sónicamente” [think sonically] en lugar de “pensar sobre el sonido” [think about sound].

Su punto de partida, como deja bien claro, no es «la música como un conjunto de objetos culturales» sino la «profunda experiencia del sonido como flujo, evento y efecto» (esta teoría del sonido como evento, por cierto, es trabajada con mucha seriedad por Casey O’Callaghan en sus teorías sobre la percepción del sonido, como por ejemplo en su libro con Michael Nudds Sounds and Perception: New Philosophical Essays). El rechazo a los objetos implica una posición específica con respecto a la realidad: no se trata de analizar materia “extensa”, que es lo que normalmente había implicado en la tradición filosófica un privilegio para la vista y el tacto. Por el contrario, la centralidad de lo inaprehensible, lo “eventual” implica la modificación de –perdonen la palabrota filosófica- la ontología. La ontología se ocupa de los entes (=ontos), las cosas. El asunto es que, de forma velada, se suele asociar a estas cosas características visuales, se entiende, como dice Cox, como “materia sólida”. Para él –y en esto estoy plenamente de acuerdo- la posibilidad de pensar desde lo dinámico del sonido, desde una materialidad no extensa, ha hecho que la filosofía poco a poco vaya prestándole “oídos” al sonido y piense desde ahí sus categorías. Pues no se trata de reducir el potencial del sonido a la práctica musical, sino a entender el flujo sonoro como “exceso” de lo humano y, sobre todo, de su deriva visual, en la medida en que el sonido siempre se atribuye a un objeto, pero no se entiende su complejidad per se. Esta adscripción a un objeto no solo impide al sonido adquirir una entidad particular, sino que lo convierte en derivado. Se está identificando la fuente con la cosa, algo que no sucede en otros ámbitos.

El pensamiento sónico no impone un “aparato conceptual”, sino que “comienza con la fascinación por el sonido” que lleva a un “mundo extraño donde los cuerpos se han disuelto en flujos [flows], los objetos son residuos de eventos y los efectos están desamarrados de sus causas para flotar independientemente como poderes virtuales y capacidades» (129).

Este asunto del flujo lo analiza más específicamente en un trabajo (From Music to Sound: Being as Time in the Sonic Arts) sobre el paso del ser [being] al “llegar a ser” [becoming]. Él actualiza el pensamiento de Nietzsche, que considera que el ser es una mera ficción, que solo hay “siendo”, llegar a ser [becoming]. El ser, como mucho, sería una detención puntual en ese proceso, pero no su esencia ni su punto final. Cox sigue, asimismo, la crítica de Cage a la música europea que, a su juicio, ha secularizado e interiorizado en ella un principio religioso en el que la música debe tener un principio y un final, como si fuese un corte en el flujo temporal. De este modo, se rechaza el potencial abierto del sonido. Por eso podía encontrar música en todos lados, llegando a afirmar eso de que la «música es permanente, solo la escucha es intermitente». El núcleo de la tensión entre el “ser” y el “llegar a ser” se encuentra, para él, en cómo se articula la relación con el tiempo, como estática o dinámica. Por ejemplo, señala que habría, al menos, dos tipos de temporalidad. El “tiempo pulsado” [pulsed time], que es el específico de la música y el significado; y el “tiempo no-pulsado o duración” (claramente à la Bergson), que es el tiempo de la materia sonora, que no pretende repetir la preestructuración del tiempo del reloj o del cronómetro, sino pensar, con Feldman, en un tiempo “de existencia no estructurada”.

Asimismo, Cox propone que el pensamiento sónico debería dar cuenta de la compleja relación entre el sonido y la representación. A su juicio, la música desde su inicio ha estado o bien vinculada a la “subrepresentación”, a su incapacidad de equipararse a nada “real” de forma figurativa y su afinidad electiva con el mundo emocional; o, por el contrario, a la hiperrepresentación, es decir, su reducción a las relaciones matemáticas.

El problema de Cox es, a mi juicio, que en este intento de rescatar la materia de lo sólido (¡ay, todo lo sólido se desvanece –al final- en el aire!) y pensar en su resistencia a ser reducido a categorías estables, cae en una mística de la materia. La considera “en sí misma creativa” y con “potencial”, algo que extrae de un concepto radical de naturaleza. Sigue a pies juntillas a Schopenhauer y a Nietzsche. En Schopenhauer encuentra la vinculación de la música con lo indiferenciado. La relación de la naturaleza y la voluntad –que opone a la representación- hace viajar a Cox de Schopenhauer al origen mítico de la música, no filtrada por la razón sino por el mundo emocional. En Nietzsche, por su parte, halla la “naturalización de la música”. Según Cox, Nietzsche extrae de la naturaleza como radicalmente creativa la potencia creadora humana que trascienda lo meramente dado en el ordenamiento cultural. La naturaleza crea sin necesidad de “agencia exterior”.

La crítica que hace es no solo correcta, sino necesaria, cuando señala que la música, especialmente mediante el sistema de notación, atrapa y limita el flujo sonoro, pero a cambio toma tal flujo de un concepto de naturaleza al que atribuye una capacidad creativa que, en el fondo, deriva de un principio antropomórfico del que quería huir. Es decir, el concepto de creación y creatividad surgen de la capacidad humana, que se extrapola a otros ámbitos. Una “naturaleza” creadora es una lectura antropomorfizada de ella por dos motivos: i) porque los procesos naturales son más complejos que la mera “creación” y ii) porque no hay tal cosa como la naturaleza, sino que todo lo que entendemos por natural está atravesado de alguna forma por la cultura, también el sonido. Por más que se trate de pensar el sonido sin la reducción conceptual o por el pensamiento marcado por lo visual, no hay forma de acercarse, como sugería Husserl, poniendo todas las determinaciones entre paréntesis.

Asimismo, encontramos una confianza demasiado disuelta en el flujo. Sigue, de nuevo, aquello de Cage de que la música es continua, y que solo se interrumpe nuestra escucha. Hay una disolución de la parte en el todo y al revés, una indiferencia que resulta clave para la comprensión crítica del sonido. Por eso, por ejemplo, piensa que la notación es una “conmodificación de la naturaleza transitoria del sonido”. Eso elimina de un plumazo la difícil relación que la notación, en tanto espacial, le propone al sonido, que tiene lo temporal como núcleo, así como sonidos que parten de lo no transitorio, de su previa fijación. Igualmente, Cox señala que lo interesante del pensamiento sónico sería que ya no lleva a pensar lo que el sonido “representa” o “significa”, sino la materialidad en sí misma. Ese “en sí misma” chirría porque es fácil caer en esencialismos o en la comprensión de la materia como algo en sí, y no en relación con otros elementos y entidades –también políticos. No hay una materia ahí que investigar, sino que llega a ser, pero no en sí misma meramente, sino también por cómo y qué se constituye como materia. En cualquier caso, la propuesta del “pensamiento sónico” tiene un rendimiento por sí misma, más allá de cómo se concrete: y es la pregunta qué ya se hizo el viejo Adorno, pero también Nietzsche, de si es posible pensar desde lo sonoro sin volver constantemente a las metáforas visuales y sin encadenar lo sonoro a lo visual. Es decir, si hay algo en el sonido de lo que el pensamiento conceptual tiene que aprender y cambiar de una vez para siempre. Quizá está en su resistencia a lo simbólico y a la figuración donde comienza el reto que el sonido le pone al pensamiento.

 

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