El riesgo de poner la música en presente

© Javier del Real
Mortier, Mortier, Mortier. Su nombre no dejará de aparecer en la mente del espectador que se siente en el Teatro Real a ver Les contes d’Hoffmann que se acaba de estrenar. En el que triunfa, sin duda alguna, Sylvain Cambreling como director musical del espectáculo que, como ya hizo con el Wozzeck de Berg en el mismo teatro, hace sonar todas las músicas que contiene esta obra. Espectáculo en el que también se comprueban, para bien, las capacidades de Measha Brueggergosman, que no se le habían ni visto ni oído en otras obras del mismo teatro en las que había participado esta cantante, apuesta clara de Mortier, Mortier, Mortier. En general, un espectáculo que demuestra una vez más que si algo le interesaba al desaparecido director artístico es la música, lo musical. No su reproducción mecánica de la misma manera una y otra vez, para eso ya están las grabaciones canónicas, sino con la materia humana de la que está hecha y la que, apelando a las sensaciones, habla a los espectadores como si lo que les tiene que decir lo escucharan por primera vez pues lo escuchan hoy y ahora que no son los mismos que eran o fueron.
Es en esa búsqueda en la que se enmarca esa especial querencia por directores de escena que doten de teatralidad a las propuestas musicales que él consideraba que se debían escuchar de nuevo y de una forma nueva. Donde la sinestesia entre lo que se ve y se oye compusiesen una experiencia “estática”. Que parase al espectador ante el escenario, ante la escena, antes que moverlo a actuar, a hacer algo. En palabras de Anne Bogart, la directora de escena de la SITI company, ofrecer erotismo y no pornografía. Pues esto último, no tiene ningún misterio y sí una función cinética, hacer que el espectador o la espectadora se masturben y una vez alcanzado el clímax, el orgasmo, abandonar la película, la función, la acción. Sin embargo, no pocas veces se han descrito los montajes propuestos por Mortier como “una paja mental”. Expresión coloquial que, es cierto, no se usa de forma habitual acerca de algo tan “exquisito” como se considera la ópera y, menos, de la ópera bourgeois de repertorio. Sin embargo, esta es una expresión que se piensa y se usa mucho en los círculos más íntimos de los aficionados. De tal manera que se puede asegurar sin temor a equivocarse, que muchos espectadores, tanto los que se escandalizaron en el estreno como los que no se escandalizaron en las representaciones posteriores, han calificado esta propuesta de Marthaler, el siempre interesantísimo director de escena, y la escenografía de Viebrock como “una paja mental”.
Hay que reconocer que, al igual que pasaba con el Wozzeck de la temporada anterior del mismo equipo artístico, la idea es buena pero no acaba de funcionar y la reiteración de recursos aburre. El uso de un buen recurso una vez es descubrimiento, dos es certidumbre de que no fue un hallazgo causal y azaroso y que hay un sentido, pero tres o más es simplemente repetición, reiteración, en cierto modo, falta de imaginación. Pues cada vez que algo se repite debe parecer que se ve en escena por primera vez y en este montaje eso no ocurre. Como esas modelos que cada cierto tiempo cambian para posar desnudas ante unos aprendices de pintores. Y eso que no hay mejor lugar para esperar encontrarse con las musas que un centro dedicado a las artes como es el Círculo de Bellas Artes de Madrid, lugar donde sucede la obra en este montaje. Centro que con sus múltiples dependencias supone un buen lugar para “poner” en escena la vida de un “cuentista”, el famoso escritor alemán Hoffmann, en busca de la inspiración artística que sus historias de desamor le han ido arrebatando.
El problema es que las puestas en escena de Marthaler, aunque no lo parezcan, exigen buenos cantantes que además sean buenos actores y viceversa. Baste recordar su magnífico espectáculo La mosca de la fruta que se pudo ver en el teatro de la Zarzuela dentro del Festival de Otoño de Madrid de hace varios años. Dotar de verosimilitud los tics y los movimientos en escena y el vestuario kitsch con el que suele vestir a los actores, como el que llevaba el coro en esta producción, no es nada fácil. Se necesita tener el cuerpo entrenado y la experiencia vital para acomodarlo al gesto, y a la actitud corporal que el canto necesita. Algo que el tenor Eric Cutler no consigue hacer, cantante que no ha gustado mucho a la crítica, a pesar de cumplir con los cánones, incluso ir más allá de lo que debe ser un tenor, y aunque su parte actoral deje mucho que desear.
Todo lo anterior viene a cuento cuando se quiere explicar por qué fracasa este montaje. Montaje que apela al pensamiento del espectador antes que a sus sentidos. Que olvida que los sentidos alimentan ese pensamiento. Que olvida que tan malo es satisfacer superficialmente los sentidos con imágenes bonitas, resultonas, á la mode, como apelar “sin sentidos” al pensamiento. Porque este espectáculo es cierto que dejará algunas imágenes interesantes, algunos momentos musicales para recordar, y poca memoria teatral en la mayoría de sus espectadores a los que no les exige permanecer atentos a la escena, a lo que se ve, ni al foso, lo que se oye. Ni siquiera violentándolos con un hermoso poema de Pessoa en un intento de aliteración de lo que hasta ese momento se ha ido escuchando y viendo, en esa sinestesia que persigue el espectáculo y que consigue momentáneamente. Abandonando a su suerte la imaginación del espectador, cuando no moviéndolo a la acción, al pataleo y al abucheo que olvida lo difícil que es hacer ópera contemporánea incluso cuando se tienen los mejores ingredientes, pues gracias a la lectura de Cambreling quien asiste a esta representación se da cuenta que la de Offenbach lo es, al hablarle al público del presente. Y es que cuando se asumen riesgos se tiene muchas probabilidades de fracasar como tantas veces fracasó Mortier y, otras tantas, triunfó. Mortier, Mortier, Mortier, en los labios otras vez.
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