De óperas y básculas
Hace unos días apareció una polémica noticia, primero en la prensa, y después, corriendo como la pólvora, en las redes sociales. Tras su papel de Octavia en la straussiana El caballero de la rosa, la joven mezzosoprano irlandesa Tara Erraught fue vapuleada por la crítica “seria” británica no por su interpretación vocal –que reconocieron como excelente- sino… ¡por su físico! Expresiones como “un envoltorio regordete de grasa de cachorro, más apta para el papel de Mariandel que el de Octavia”, “físico sin remedio”, “regordeta”, “rechoncha” o “poco creíble, fea y nada atractiva” salían de la boca de afamados críticos de no menos importantes medios: Telegraph, The Independent, Financial Times, The Times o The Guardian.
Estas consideraciones en donde se pretende confundir la apariencia física con la capacidad artística interpretativa no hablan muy bien sobre una crítica que, de esta forma, se descalifica ella solita, mostrando, por encima de su brillante plumaje, su ramplonería. Pero este tipo de discusiones no son nuevas, ni mucho menos. De hecho, son tan viejas casi como el mismo género. Por no irnos demasiado lejos en el tiempo, recordemos otra polémica similar, la del cineasta y director de escena Franco Zefirelli y la soprano Daniela Dessì en una Traviata que tenía que cerrar la temporada romana y fue suspendida precisamente por unos comentarios del director sobre la cantante, como el caso de Erraught, igualmente en torno a su físico: “Es una señora entrada en años y rolliza, por lo que no resulta creíble como Violeta”. Zefirelli parecía hablar aquí más como cineasta que como director escénico, perdiendo de vista que si bien en el cine el físico del personaje podría resultar, en determinados casos, un criterio para el casting, en la ópera, el mismo género parte de otras convenciones que permiten que la apariencia física de los cantantes se coloque en un plano secundario, fundamentalmente debido a la importancia central de la música y de la interpretación dramática. Si no, ¿cómo justificar el ensalzamiento con que esa misma crítica especializada ha actuado siempre ante mitos como Caballé en idéntico papel de Violeta? En el imaginario colectivo, las Valquirias, como personajes mitológicos, no se nos aparecen precisamente con problemas de sobrepeso, lo que en absoluto impide que podamos considerar de calidad una puesta en escena en la que una interpretación musical y actoral de altura haga creíble una presencia que, en principio, podría resultar extraña en otro contexto.
Pero no vale echarse después atrás e intentar explicar lo difícilmente explicable, sobre todo, si acabamos ahondando en la herida. De hecho, la explicación puede servir para estropearlo todavía más, como en el caso de Rupert Christiansen, del Telegraph, uno de los críticos que habían puesto a caldo a Erraught, alegando después “en su favor” que: “es una chica muy guapa con una sonrisa preciosa y una presencia escénica adorable. Me encantaría escucharla cantar los roles rossinianos de Cenerentola o Rosina. Pero no hay manera de que, a la vista, pase por un Octavian”. En este sentido las palabras de Alejandro Carantoña en su blog Noche de ópera de la revista Fronterad dan en el clavo, por lo que no nos resistimos a entresacar la reflexión aquí:
“¿Por qué cuando (presuntamente) se insulta a una (presunta) gorda se reacciona, a modo de defensa, diciéndole que es guapa y preciosa? ¡Pobre de ella si encima no lo fuese!
Quiero decir con esto que no me he parado a mirar las fotos de Erraught mucho más de lo imprescindible, y que su físico no es, en absoluto, de lo que estamos hablando aquí. Si es guapa, fea, alta, gorda, delgada, coja, bizca o transexual son hechos irrelevantes de todo punto en lo que nos ocupa (o en lo que ocupa a un crítico, más exactamente), que es definir si da el papel tanto vocal como escénicamente: no estamos hablando de su físico. Estamos hablando del de Octavian. Cuando Christiansen, Morris y compañía se refieren a la ya célebre mezzo en estos términos, en definitiva, no es para criticarla a ella, sino a quien la ha contratado para un papel determinado en una producción concreta, que según dicen no le va. Esto sería como acusar de racismo a quien fuese por disentir de haber puesto a un Calaf negro en Turandot o a un Otello chino.”
No es la ópera un terreno demasiado dado a la renovación y estos episodios son un mal síntoma respecto a su futuro en una sociedad avanzada. Desde una posición crítica mínimamente solvente, reflexionar sobre el problema de la verosimilitud del personaje partiendo del físico de la cantante no parece muy serio, pero incluso pensando en que esta inclusión de la apariencia del intérpretes, de algún modo, pudiera ser considerado válido en el debate, en ningún caso debería obviar que nuestra recepción de lo que ocurre en un escenario está siempre mediada por las convenciones y que una visión hiperrealista de la escena –al menos en el género operístico y su repertorio tradicional- tiene escaso sentido.
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