En el banquillo de las lágrimas y de los besos

(c) Marteen Vanden Abeele

Mucho se habla de la necesidad o no de Kiss & Cry, espectáculo dancístico de los belgas Charleroi Danses que se ha podido ver esta temporada en los Teatros del Canal dentro del Festival de Otoño a Primavera de Madrid, y del que trata este artículo. Un espectáculo en el que los bailarines solo hacen bailar sus manos, o eso parece si el espectador no se fija en lo que pasa en escena, en escenografías perfectamente pensadas, por un lado, para que puedan moverlas como si se tratará de personas bailando o andando o moviéndose, y por otro, para crear imágenes en movimiento que proyectadas en una pantalla permitan hacer olvidar que todo es un truco, una ficción. Una película efímera como la vida, pues se rueda pero no se graba. Espectáculo que consigue que la emoción, tal vez, la sentimentalidad (palabra con tan mala fama), flote en el patio de butacas y haga volar a los espectadores, levantándoles de sus asientos y llevándoles a un sonoro y repetido aplauso al final de la representación. Éxito de público y de venta de entradas que hace levantar todas las alarmas artísticas y críticas. Un reflejo de la intelligentsia que les impide ver que ninguna obra artística es necesaria en sí misma. Que sin ellas se podría vivir a pesar de su excelencia y de lo que sean capaces de contar acerca de los seres humanos. Y que, por tanto, el asunto de la necesidad o no de una obra, sobra.

Lo que no sobra es la reflexión de esta obra sobre la experiencia del amor y de lo que de esa experiencia se recuerda o recuerda una persona de hoy, educada hoy. Tiempo en el que la imagen del amor verdadero son unas manos entrelazadas en un cristal empañado, en clara referencia a Titanic, la taquillera película de James Cameron. Manos que pertenecen a unos cuerpos jóvenes entregados al sexo. Un sexo furtivo entre adolescentes que se produce en medios de transporte, en medios que los trasladan o pueden trasladarlos. En Titanic un coche que va en un barco que el espectador ya sabe que naufragará. En Kiss & Cry, un tren, o varios trenes, que pasan y pasan y nos siguen dejando en la misma estación. La estación de nuestra propia y efímera memoria. ¿Qué fue? ¿Qué pudo haber sido? ¿Qué es? Y ¿qué dejo de ser? Memoria que será la responsable de lo que recordemos de este espectáculo, al no grabarse y no poderse comprar el DVD, manteniendo ese riesgo del directo, de lo que sucede en escena siempre igual a pesar de que podría haber sucedido por azar de otra forma. De otra manera. Una película que está montada antes de rodarse y verse, ¡qué paradoja!, ¡qué subversión del proceso! Rodaje coreografiado como lo está un ballet, y no se olvide que esto es un ballet, antes de que los bailarines entren en escena y bailen. Cine efímero pensado “menos como un espectáculo que como una experiencia para ser vivida” por sus actores/bailarines, el cámara, el actor que recita un sugerente texto (en español) que se habría beneficiado de que lo dijese un mejor actor. Y por sus espectadores.

Es esta una fiesta melancólica en la que alguien “pincha” los “éxitos clásicos” del siglo XX, la música clásica que ha triunfado y se escucha a finales de este siglo, como Handel, Vivaldi, Arvo Pärt, Michael Koenig Gotfried, Cage, Carlos Paredes, Tchaikovsky, Prévert (Les Feuilles Mortes cantada por Yves Montand), Ligeti, Gorecki, Gershwin, e, incluso, Prince en la versión que Jimmy Scott hace de Nothing compares 2 U, considerada una de las mejores canciones pop de todos los tiempos. Una fiesta que comienza con el canto de los pájaros, en una clara referencia a Messiaen, y que cuenta la historia amorosa de una mujer a la que cada vez le cuesta más recordar. Una memoria que se aleja lentamente, como un tren de los de antes, humeando, y dejando una estela que se puede ver y oler, perdiéndose en la distancia, en un horizonte que no alcanzarán los que sentados o de pie en la estación miran como el tren se va con aquello que quieren o quisieron. Donde el amor, mejor dicho su recuerdo, es un pas de deux apenas insinuado en el que el amante, literalmente desenterrado en escena, es más que unas manos que bailan. Es un cuerpo terrenal que abraza a Gisèle, la protagonista de esta historia que comparte nombre con el famoso ballet clásico, también protagonizado por una mujer. Oscuro. Mejor dicho blackout. Fundido en negro. Y todo un teatro en pie y aplaudiendo. De nuevo manos pegadas a cuerpos. Manos que expresan cuerpos. Manos y cuerpos que besan y lloran. Manos como jirafas en un jardín. O como playas que continúan a desiertos nevados. O circos que son casas. Cuando todo comienza no sabemos que ha empezado y que tendrá inevitablemente un fin.

 

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En el banquillo de las lágrimas y de los besos por Antonio Hernández Nieto, a excepción del contenido de terceros y de que se indique lo contrario, se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International Licencia.