Falstaff, una más

(c) Javier del Real

De nuevo vuelve a suceder. Es imposible hilar un discurso, una propuesta en el debate público viendo este montaje de Falstaff de Verdi en el Teatro Real. ¿Qué aporta? Es un divertimento, sin más. Y, en esa banalización de la cultura que a marchas forzadas está ocupando todos los ámbitos, habrá los que digan que un buen entretenimiento, y este montaje es un buen entretenimiento, ya es suficiente, incluso más que suficiente.

¿Qué lo hace bueno como entretenimiento? Desde la dirección de orquesta del joven entusiasta Daniele Rustioni, un espectáculo ver cómo vive la obra en el foso, hasta la ilustrativa puesta de Laurent Pelly, tan deudora de los picture books infantiles (sobre todo en su primera parte). Por supuesto, pasando por los cantantes, incluido el más denostado Roberto de Canda por, según dicen y se repite como lugar común en toda la prensa, no tener suficiente voz para el papel, algo que desde butaca no se aprecia (falla más Simone Piazzola, sobre todo porque en su aria brilla tanto que en el resto se nota como que algo falta a lo que canta).

Si a lo anterior se añade una historia de burla, en el que burlador, el gordo y abdominalado Falstaff, es burlado. Un tipo de historia que a mucha gente le hace gracia y que encima, en este caso, tiene la coartada cultural de estar basada en Las alegres comadres de Windsor de Shakespeare y tener un libretista muy bien considerado, Arrigo Boito. No es de extrañar que la propuesta triunfe.

Un triunfo que deja a un lado el riesgo artístico, es cierto, como piden las masas operísticas. Ellas solo quieren divertirse. Siempre que pueden se lo hacen saber al más pintado. Las mismas que no están llenando el teatro a pesar de ser un Verdi y de que el montaje lo dirija un director de escena que gusta en Madrid. Sin embargo, la exigencia de la crítica, de los profesionales y de su consejo asesor, compuesto por personalidades de reconocido prestigio en el ámbito cultural, debería pedirle más. Debería preguntarles a esta, como a todas las obras que se monten, qué cuentan y cantan hoy. Justificar la historia en términos de lo que tienen que contar al público contemporáneo.

Viendo este montaje uno piensa que Falstaff es simple y llanamente una gracieta. Un chiste que, además, se repite. En el sentido de que en la obra, no contento con burlar a Falstaff una vez, se le burla dos. Lo que banaliza, hay que repetirse, la música de Verdi y los lyrics de Boito. Viendo, pues, la propuesta se piensa en lo que hubiera hecho un director de escena como Andrés Lima, que ya montó un excesivo Falstaff, versión teatral, en el Centro Dramático Nacional. Por poner un ejemplo de los grandes directores de escena que trabajan en Madrid , que no hay que buscar fuera o repetir lo que ya hacen otros teatros, y que han mostrado en sus espectáculos una gran sensibilidad musical.

El discurso técnico y el listado de argumentaciones académicas sobre la obra podría seguir hasta agotar al más pintado. Lo que incluiría esa referencia, en la que también insiste la prensa, de que esta obra es precursora o inspiradora de los que luego serán los musicales. Algo a lo que el director de orquesta se entrega sin complejos. Son estos discursos los que están llenando las páginas que los medios dedican a la ópera. Y aquellos que intentan hilar algo, dan un salto mortal que les lleva fuera de la pista estampándose en el suelo, metafóricamente hablando, claro.

Por tanto, hay que quedarse con el entretenimiento y el divertimento. Verse la ópera. Tomarse un burbujeante cava en el intermedio con una de las extravagantes tapas creadas por Ramón Freixa. Echarse unas risas, si se le encuentra la gracia a la obra. Disfrutar con algunas de las imágenes, la música, la eficaz interpretación actoral de los cantantes. Y quedarse con la sensación de si te he visto, pues chico, no me ha acuerdo. Antes de llegar a casa y echarse a descansar, que mañana será otro día, y vendrán más óperas que a esta buena harán.

 

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