I Puritani, la fabada, el lujo y el miedo

(c) Javier del Real
Leer las críticas sobre I Puritani de Bellini que se acaba de estrenar en el Teatro Real y pensar que ya está todo dicho, que no hay nada que decir, es todo uno. Lo mismo que pasa viéndola. La propuesta es incontestable tanto en lo escénico como en lo musical. De tal manera que se ve, de nuevo, como el público tradicional del Teatro Real comienza a tomar posiciones, se arrellana y vuelve a decir este teatro es mío, como si estuviesen echando a los fariseos del templo.
Olvidan que este I Puritani fue tan revolucionario en su momento que mantuvo entretenidos a los compositores durante mucho tiempo. Bellini fue vanguardia y cambió el mundo de la música. Ese mundo que ahora muchos no quieren que cambie y que siguen esperando escuchar siempre la misma canción. Si es posible como se escucha en la mejor grabación que se puedan encontrar según la crítica discográfica. Es un público que tampoco se atreve a pensar por sí mismo. A tener ideas propias. Y cuando hablo de ideas no me refiero al gusto entendido como la satisfacción de una necesidad y una expectativa fisiológica sin más.
Esa es la principal crítica que se le puede hacer a este I Puritani. Lo que voy a decir a continuación puede ser malinterpretado pero hay que arriesgarse. Esta propuesta es una fabada asturiana hecha con la mejor materia prima y por unos de los mejores cocineros tradicionales de fabada que se podían encontrar. Por si acaso quedan dudas, la fabada me parece un plato estupendo del que me gusta disfrutar de vez en cuando. Pero no voy a hacer degustación de fabadas, ni me voy al mejor restaurante a comerme una fabada como dios manda. Y, digámoslo ya, sería una locura ir a comerse una fabada tradicional a uno de los carísimos restaurantes que están a la última y pagar los precios que cobrarían por ella.
Al igual que la fabada, este I Puritani solo sirve para satisfacer sensaciones y sentirse lleno, saciado y, claro, flatulento. El mejor ejemplo, ver como sistemáticamente se aplaudía a Javier Camarena que, al menos el día que la vio este crítico, cantaba como tenía que cantar un tenor de su nivel, de diez, pero al que le faltó ese no se qué que le hubieran hecho merecedor de una matrícula de honor y que él debería salir siempre a obtener aunque técnicamente lo hiciese peor.
Por el contrario, Diana Damrau, esa sí que estuvo de matrícula porque hacía que la gente se olvidase de todos los elementos técnicos del canto, de la música y de todos los datos con los que se nos han bombardeado estas semanas hasta agotar nuestra última neurona. Era oírla cantar en muchos momentos y querer levantarse del patío de butacas para ir al escenario y consolarla. Ella sí que ponía en su voz y en su interpretación (en esta con reparos) el misterio del amor. Eso que no sabemos que nos pasa cuando la persona a la que se quiere, y que parecía correspondernos, decide desaparecer de nuestras vidas. Ese rechazo que tanto duele, inasible a cualquier argumentación, y del que cuesta tanto recuperarse si es que uno se recupera en vez de volverse loco. Ese que nos pregunta ¿qué hay en nosotros que nuestro objeto de deseo, lo más amado, no nos quiere? ¿por qué somos rechazados por quien tanto anhelamos?
Preguntas que introducen el siguiente tema o excusa sobre esta obra. A saber, que la trama es endeble. Que la música es solo un hallazgo técnico (ese hallazgo que nos han desmenuzado hasta la saciedad). Perdonen, pero en general, todas las tramas del amor romántico son endebles. Dos personas se conocen y se enamoran, aparecen las dificultades que el amor supera hasta llegar a casarse y acabar con un “fueron felices y comieron perdices”. Sin embargo, no todas las historias de amor que se cuentan son interesantes. Esta lo es porque la forma en la que está escrita su música (incluyo dentro de música la voz como un instrumento más) tiene intención de hacernos participes de ese misterio. Algo que va más allá de oír y verlo, algo que va más allá de lo que Hollywood, Bollywood y las televisiones de todo el mundo nos enchufan en cualquier momento.
Visto así, el cubo pensado por Sagi para poner la trama en escena es una caja de resonancia, solo un altavoz, para que la música que el director musical Pidò saca bien de la orquesta, de los cantantes y del coro suene más fuerte, más alto, más grande todavía, pero que no se entienda, peor, que no se sienta (ese sentir que es corazón y razón). Para hacernos comer una fabada en un entorno que nos hacen creer que es elegante y cultivado. Pero que, al fin y al cabo, solo se trata de comerse una fabada, la de toda la vida. Y, claro que está muy rica. ¿Hay alguien que pueda dudarlo? No.
Pero esta obra no es una fabada para “comer como un cura” sino un “bocato di cardinale”, algo refinado, un lujo, y los lujos no son comprendidos ni apreciados por la masa, no se pueden hacer espectáculos populares con ellos. Y necesitan equipos artísticos valientes dispuestos a dejarse el prestigio para que la platea sienta con certeza el misterio del amor y el deseo, y, tal vez, descubra que eso que tiene ni es amor, ni es deseo. Quizás sea mucho pedir, pues da miedo. Mucho miedo, en una sociedad que vive ya de por sí aterrada por las noticias amenazantes que llegan de todos lados. En una sociedad en la que el público exigente de verdad se está retirando a sus cuarteles de invierno y abandonando el liderazgo que siempre tuvo y que nunca temió tener, hasta ahora. ¿Podemos aplaudir ese miedo? ¿Nos podemos permitir que el miedo también ocupe los escenarios y las plateas? Y la crítica ¿puede permitirse ese miedo? Solo hay que recordar el reciente Brexit y sus consecuencias para que todos tengan una respuesta.
I Puritani, la fabada, el lujo y el miedo por Antonio Hernández Nieto, a excepción del contenido de terceros y de que se indique lo contrario, se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International Licencia.