Los bonitos de Mozart y Da Ponte

 

(c) Javier del Real

Se sale de Le Nozze di Figaro sin prisa. Sin prisa por escribir, quiero decir, motivo por el que esta crónica se redacta cuando están a punto de acabar las representaciones. Sin embargo, el público viejo, mayor, que llena el teatro sale raudo pues la obra acaba tarde, muy tarde para algunas edades. Tan tarde que el coro, sin papel en el último acto, también ha hecho mutis por el foro y no sale a saludar a un público que aplaude y ha gritado “brava” alguna que otra vez a la cantante Anett Fritsch, del segundo reparto, al que pertenece esta crónica.

Digamos que no todo es responsabilidad de Joan Matabosch, el nuevo director artístico del teatro, él se la encontró programada por Mortier. Tal vez, con el deseo de repetir el éxito que el director artístico del Teatro de la Zarzuela, Pinamonti, tuvo reponiendo el montaje de Emilio Sagi de El Juramento de Olona y Gaztambide. Y del que fue testigo Mortier en el propio teatro. Sin embargo, sí es responsabilidad de Matabosch, el nombramiento del nuevo director musical, Ivor Bolton, que no acaba de dar muestras de porqué se le ha nombrado. Y es que hasta el último acto de este montaje no acaba por cogerle la dirección a la orquesta y hay momentos que esta parece rebelársele, ¿o lo que se le rebela es la música y el corsé en el que quiere meterla? Cosas que se añaden a una bonita dirección de escena y escenografía que atrae cuando se levanta el telón, atención que no es capaz de mantener. Solo había que recordarles a los resistentes y longevos abonados, esperemos que por muchos años para que pueda seguir justificándose un teatro de ópera, la fecha en la que se estrenó, 2009, o que se reestrenó, 2011, para ver en su cara el asombro de no recordarla mínimamente. Algo que debería haber hecho reflexionar a cualquier programador, pues ya en su momento fue un producto olvidable. Uno más, del montón. Y nada ha cambiado. Ni si quiera el tiempo ha hecho que hoy, y con todo lo que ha pasado por el teatro, se le encuentren virtudes, excepto las de agradar a un público que va a la ópera a escuchar lo que ya ha escuchado en casa, en un CD, pues no parecen usuarios de i-pods, en un “marco incomparable” de cartón piedra en el que además se lo ilustran con imágenes tan bonitas, en esto Sagi es un monstruo escénico, como banales y aburridas.

Porque si lo que se ve en escena y se escucha en la sala es lo que querían contarnos Da Ponte y Mozart, lo mejor es un “apaga y vámonos”. Hollywood ha dado mejores vodeviles, más sofisticados y también más divertidos que a golpe de clic se pueden ver y oír tranquilamente en casa. Y que, también, se pueden parar y olvidar a golpe de clic a conveniencia de los usuarios. Que un conde mujeriego y faldero haga penar por este motivo a esposa y criados más cercanos a la vez que divierte y entretiene, con sus historias, al resto del servicio hace tiempo que dejó de tener gracia por muy ópera bufa que se sea. Y recurrir al costumbrismo, incluso, abusar de él, lejos de mejorar el producto, lo envilece aún más y dice poco de los que sonríen o, lo que es peor, ríen de ese costumbrismo sentados seguros en las butacas pues la obra no mueve el mundo que tienen a sus pies. Mientras, la tozuda realidad se mueve fuera. No se sabe si avanza o retrasa. Lo cierto es que se mueve y dejará atrás, sin misericordia, a los que se quedan quietos, aplauden y celebran un mundo que solo grandilocuentes y caras producciones pueden traer de nuevo a escena. Pero son y serán una representación de lo que fueron cuando lo que se necesita son presentaciones de lo que son hoy, ahora, para todos los que aman la música y los libretos que sirven y sirvieron para entender el mundo y entenderse, y no solo cuando se escribieron o se estrenaron. Ese conflicto que esta obra presenta entre derechos, justicia y costumbre, costumbre que en muchos países sigue creando jurisprudencia y, por tanto, justicia, por muy cruel e injusta que la costumbre sea. Para eso es necesario mostrar las disonancias y las armonías de Mozart y Da Ponte, sus brillos que dejan ver la oscuridad y saber reírse de uno mismo, o ser suficientemente inteligente para entender que se están riendo de uno mismo, y no, de que otros hagan el ridículo.

 

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