Patrimonio respetado, patrimonio dilapidado

Hay espectáculos o ciclos que se lo ponen difícil al crítico y a la crítica para no caer en el lugar común. Este es el caso de El emperador de la Atlántida de Viktor Ullmann en el Teatro Real y el recital Música en Terezin que se ha podido escuchar en el auditorio Sony de la Fundación Albéniz. Todo remite a Terezin, esa ciudad que Hitler regaló a los judíos pero que era un campo de muerte al fin y al cabo como todos los demás. Antesala de Auschwitz.

Lo ponen difícil porque uno se tiene que congratular de poder recuperar el patrimonio cultural que se creó en las más difíciles circunstancias. Circunstancias que impiden afrontar con valentía las puestas en escena que reclaman. La que mostraron estos hombres y mujeres que a pesar de todo decidieron crear y recrear. Y en esas creaciones y recreaciones no les faltó humor, como recordaba la soprano Sylvia Schwartz, una de las cantantes más comprometidas con la recuperación de dicho patrimonio, cuando cantó Ich weiss bestimmt, ich werd dich wiedersehn! de Adolf Strauss en el concierto de las músicas de Terezin.

Como no falta en la historia de El emperador de Atlántida en la que la muerte se declara en huelga porque morirse ya no es lo que era. Antes uno se preparaba y se acicalaba para recibir a la muerte, no como en el tiempo que sucede la ópera que se ha convertido en algo sucio e industrial. Huelga tocada y cantada a ritmo de jazz, de swing, de música negra y cabaretera, de música dodecafónica, en definitiva, de la música degenerada. Así las condenas a muerte del emperador no son efectivas y el mundo se va poblando de muertos vivientes. Es decir, de zombies.

El problema es querer recuperar el patrimonio musical de Terezin, campo del que apenas quedan imágenes pero sí mucha de la música que se produjo allí, y a la vez reivindicar a Ullman por su calidad musical. Solo así se puede explicar la necesidad de alargar su pequeña ópera con otras de sus composiciones anteriores insertadas a manera de prólogo. Solo así se puede explicar la necesidad de orquestar esta pequeña ópera de cámara para convertirla en una ópera de gran orquesta que pueda llenar un gran teatro y necesitar todo aquello que rodea a una gran producción.

El equipo artístico de este montaje, en lo musical Pedro Halffter y en lo escénico Gustavo Tambascio, intuía que era necesario gran valentía para salirse de lo trillado. Lo trillado en este caso es hacer un montaje al uso de El emperador en el que los personajes son judíos con “pijamas a rayas” y la estrella amarilla de David en el pecho vigilados por la SS. Ellos se salieron pero en el encuentro con el equipo artístico no dejaron de repetir que lo hacían con mucho respeto. Hablaban con la seguridad de que el montaje sería aprobado por Ullmann. Lo que, en definitiva, da igual. Es decir, da igual la aprobación de los que ya no están para confirmarlo.

El respeto debería ir por otro lado. Tal vez el haberle dado ese tono de comedia que reclama, por muy negra que sea. El de olvidarse de esa pregunta que tanto se repite una y otra vez en nuestra cultura sin dar con la respuesta. A saber ¿cómo una cultura tan excelsa como la que se hacía en alemán dio lugar a dicha barbaridad? Pregunta que no se resuelve en el montaje pero que está con ese poema de Rilke musicado y que interpreta, no canta, Blanca Portillo en la enésima vez que hace de personaje masculino ¿de verdad que no hay un actor o mejor, un cantante (para no haber tenido que microfonarla), capaz de hacer este personaje? Aunque, la pregunta real es ¿hace falta este prólogo? Y ese final en el que aparece de nuevo Blanca Portillo en su personaje.

La valentía hubiera estado en hacer la pequeña ópera de cámara que desde 1975 es reivindicada por una gran parte de músicos y directores artísticos de los teatros. Y hacerla como pide su música y su libreto. Con la libertad y rebeldía con la que fue compuesta y que se hace con cualquier otra en estos días. Porque lo importante es la música y lo que cuenta. O hacer una dramaturgia menos historicista y más de contexto en lo musical y en lo sociológico y psicológico. Acompañada, tal vez, de otras músicas de Terezin como el impresionante Passacaglia y fuga de Hans Krása o la lectura de los fragmentos de Himmelweg de Juan Mayorga que se oyeron en el concierto de músicas de Terezin. Esto sí que hubiera hecho sonar la valentía de la partitura, su sensibilidad y el misterio de su creación, de su concreción en una forma para ser tocada y puesta en escena.  Preguntas que este campo de concentración lanza a quien lo mira ¿para qué y para quién se hacían estas representaciones? ¿Quién se sentía más (re)confortado?

 

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