Turandot, il divo es Bob Wilson

(c) Javier del Real

Fue Mortier el que dijo que si tiras de repertorio para hacer la programación de un teatro de ópera la única manera de actualizarlo es haciendo montajes contemporáneos de esas obras. Eso le llevó a buscarse cómplices habituales como fueron por ejemplo Bob Wilson, Peter Sellars y La Fura dels Baus. Siendo para algunos de ellos la persona que les introdujo en el mundo  de la ópera. Mundo en el que compañías como la Fura se han instalado cómodamente.

Este comentario viene al caso tras ver el montaje de Turandot de Puccini en el Teatro Real que dirige, en lo escénico, un moderno como Bob Wilson. Director de escena con una gran sensibilidad musical como ha podido comprobar el público madrileño de este teatro en el que se han podido ver Vida y muerte de Marina Abramovich, Pelleas et Melissande o O corvo Branco. Unos cuantos títulos a sumar a todos los que se han podido ver en la capital en otros teatros incluido el icónico montaje de la ópera Einstein on the beach de Phillip Glass. Una capital que quiere a este director de escena y responde a sus convocatorias agotando entradas. Lo que le ha convertido en un clásico al que se le añade siempre el apellido de contemporáneo.

Artista con una poética muy concreta hecha de luz, estatismo y/o movimientos lentos y mínimos. Así que cabría pensar que las pasiones, efusiones y obcecaciones con las que viven sus vidas musicales los personajes de las óperas puccinianas, con el exceso de gesto con las que siempre se han montado, encajaban mal con la poética de este director de escena. Y, a pesar de que ya había montado una Madama Butterfly, otra obra orientalista de Puccini, en la Ópera de París la sensación de que eran dos trenes que iban chocar y hacerse descarrilar era muy fuerte.

Lo cierto es que no chocan. Sino que forman un tándem, un equipo, imbatible. Pues, al contrario que la mayor parte de los montajes, que suelen poner en escena esta ópera de forma espectacular para ilustrarla haciendo un flaco favor al teatral Puccini, Wilson ha querido subir el drama musical a escena, sacarlo del foso. Un drama que cuenta la historia de una princesa china que, temerosa de casarse y de sufrir la misma suerte que una de sus antepasados, se lo pone difícil a todos sus pretendientes mediante enigmas. Pretendientes que serán decapitados al no resolverlos. En esta terrible circunstancia aparece un valiente más dispuesto a afrontar el reto.

Bob Wilson buen conocedor de lo que espera el público, masas, imágenes espectaculares, momentos de alta intensidad, se lo da. No escatima nada de todo esto y, por ejemplo, llena el espacio con el coro, bailarines y el elenco al completo. Incluso mete humor con esos tres sabios ministros, chinos graciosos y cómicos y algo apayasados, ridículos, como los personajes burocráticos que son. Todo lo hace sin moverse un ápice de su poética. Sin dejar de ser él. Consiguiendo desde su lugar que la música de Puccini no solo suene, sino que cuente. Porque tiene algo importante que contar.

¿Qué que cuenta? Cuenta que el motor del amor, del amor verdadero, es el misterio. Es la pregunta irresoluble que nos plantea el otro o la otra. No nos enamoramos de quien para nosotros no es un enigma, nos puede atraer, pero no nos puede enamorar. Si Calaf, el príncipe enamorado de Turandot, no se enamora de Liu que le acompaña en su exilio y en su viaje es porque la conoce y la conoce bien. Y si Turandot (y no creo que se haga spoiler contando esto, pues la historia es de sobra conocida) se enamora de Calaf, es porque este es capaz de convertirse en un enigma para ella. No es cualquier hombre, como los otros anteriores que perdieron su cabeza, es el hombre que ha mantenido dicha cabeza. Si no se ajusta al patrón, entonces ¿quién es?

Esto se entiende así de bien por el montaje que se puede ver en el Teatro Real. También aclara la dificultad que tuvo Puccini para, con toda la experiencia acumulada y el talento que tenía, componer esta ópera y la reescritura constante a la que sometió el libreto y la partitura. Porque ¿cómo su música podía dar forma a un misterioso enigma? ¿Cuál es la música del misterio amoroso? ¿Qué palabras pueden cantar el misterio que es el amor sin banalizarlo, sin convertirlo ni en una rutina ni en una respuesta? ¿Sin convertirlo en una aburrida y comercial historia romántica?

El resto del equipo, con Nicola Luisotti, el director musical, a la cabeza, se alinean con esta estructura de pensamiento. Con este punto de vista que da al espectáculo esa sensación de producción compacta, dura, rocosa a pesar de la ligereza y la poesía casi haiku que se ve y se oye en escena. Quizás empañada porque el aspecto físico de Iréne Theorin y de Gregory Kunde no acompañen a sus personajes. Personajes que se imaginan para actores más jóvenes, pero que necesitan cantantes más mayores, más experimentados, más entrenados y con el dominio de su voz. Todos en su punto para cantar que en una pareja el otro o la otra es un enigma que enamora.

Por eso extraña oír al azar en la fila del ropero, mientras se espera en recoger los abrigos para el frío invierno, comentarios sobre el número de instrumentos en la orquesta o la presencia de determinados instrumentos sin darles sentido. Extraña, aún más, cuando se mira de reojo a quienes los hacen. Son un grupo de jóvenes. Van de traje y corbata. Media melena algo repeinada, ellos, y pelo liso de peluquería ellas, a los que acompaña una mujer en la cincuentena también arreglada sin aspavientos. Que el acontecimiento sea la técnica musical y no la ópera (la obra) ante este claro y conciso montaje, habla, y habla mal, de la educación musical y teatral recibida.

Aunque, también puede ser que no se deba a la educación en esta materias (casi inexistente, todo hay que decirlo, en los programas educativos españoles). Sino a la llamada buena educación en general que obvia el debate en público, si no es chabacano y faltón y algo rijoso y muy tópico, sobre los sentimientos. Flaco favor para una ópera que en un escenario rojo pasión, el color que siempre viste Turandot, acaba con el temblor de un beso y cantando la palabra amor. Un espectáculo que no es bonito, ni bello. Sino fascinantemente hermoso por cómo está construida su música, sí, pero también por cómo está montado en el escenario.

 

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