Volutas de tiza en el suelo

(c) Jacques-André Dupont
Viendo Vaivén en la Cuarta Pared, espectáculo de danza que se programa dentro del XXXII Festival de Otoño a Primavera de Madrid, surgen las preguntas además del entusiasmo por una obra que comienza con una pieza moderna, austera y dura de Juan Kruz Díaz de Garaio Esnaola, que va y lleva a un lugar donde el único final posible del silencio es el reposo. Y sigue con otra pieza de Antonio Ruz, también moderna, que trae, hace venir y volver al espectador español del lugar del que parte, de sus orígenes musicales más conocidos después de hacer un viaje musical y coreográfico por los sonidos, que aunque de otro tiempo, algunos de un tiempo no tan lejano, también forman parte de nuestra contemporaneidad.
La primera parte, el “va”, es un cuerpo que en principio ocupa el espacio que deja el silencio con una serie de movimientos seriales. Una rígida coreografía ante la que el cuerpo se rebela para mostrarse. Lo sistemático frente a lo biológico y el azar. Una respiración en movimiento que produce un cuerpo cansado y sudoroso. Un cuerpo presente y a veces ridículo que mueve a la risa. Una sombra de cuerpo que puede ser sombra de cualquier cosa. Al que la luz escanea como si pudiera leer su código biológico, un código de barras cualquiera. Certificado de una presencia que no desaparece cuando desaparece su movimiento y, desplomándose sobre el escenario, cae y duerme. Reposa y el espectador, fascinado, con él.
Es Antonio Ruz el que saca de la ensoñación que producía el cuerpo que se movía en el espacio y de su descanso. Es su voz cantando desde una esquina. Como un imán llamando a la oración en la mezquita aunque lo que canta es cristiano. Y es el sonido el que entra en tromba. El de una voz humana, terrenal, que paseará, como un mendigo, un carrito del centro comercial lleno de cachivaches, muchos de ellos para hacer ruido, sonidos, música incluso para grabarla. Carrito que también sirve, para pasear el cuerpo inmóvil de su compañero de baile, el de Juan Kruz, en este díptico que va a un lugar y viene, vuelve a otro. La música voluptuosa que hace mover al cuerpo en el espacio. Movimiento que, durante un tiempo Antonio Ruz dibuja con una tiza en el suelo, marcando, incluso, la propia ropa que le cubre. Y será el sonido que sale de una castañuela, de un acordeón. O el que sale de su voz cantando música de cabaret berlinés, canciones populares (como Feliz cumpleaños), de pop (Mad World de Fears for Tears) o flamenco. O será la que hace superponiendo progresivamente grabaciones de diferentes sonidos, hasta componer una melodía melancólica, ingenua y fácil que le acompaña mientras tira del carrito al que se ha “encinturonado”, encadenando diferentes cinturones, como si tirar del peso de un cuerpo, el de su compañero, y los “instrumentos” que lleva dentro fuera fácil, sencillo, y no pesasen.
Por todo lo anterior, cuando faltan ya pocos minutos para acabar, sorprende que el final no sea el medley de adioses operísticos, musicales y canciones pop que acompañan sus movimientos. Por si no fuera suficiente aún hay más. Antonio Ruz va saliendo del escenario cantando flamenco hasta desaparecer. La música de su voz vuelve a aparecer cuando ya no hay luz, cuando ya no se puede ver el movimiento y la posición y ambos solo se intuyen por cómo la voz se mueve en el espacio. Un espacio a oscuras, un teatro a oscuras que rompe a aplaudir antes de tiempo, antes de que desaparezca la voz y su música, de que se sepa adonde han ido y solo quede la posibilidad de intentar adivinar el camino que han cogido, que cogerán.
Volutas de tiza en el suelo por Antonio Hernández Nieto, a excepción del contenido de terceros y de que se indique lo contrario, se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International Licencia.