Wagner. MIDI. Socialismo. Cinema

Al cine no le gustan los humanos: un proceso de deshumanización del celuloide que no deja de ser fiel reflejo de lo acaecido en el resto de las artes a lo largo del siglo XX, agravado, eso sí, en la medida en que ciertas disciplinas como ésta tienen una mayor presencia social en calidad de parte del conglomerado mass media. Está molesto el cine por la presencia humana y lo soluciona ya sea a través de la digitalización progresiva de los procedimientos técnicos de realización ya sea a través del distanciamiento fabuloso de la realidad llevado a límites ajenos a toda verosimilitud (que no veracidad, la cual ya sabemos que no es necesaria en modo alguno desde la sistemática y hollywoodiensemente ignorada Poética de Aristóteles), y se deja acompañar en su hegemonía de lo inhumano por el diseño y por la música – y, como colofón (por una mera cuestión de factores acumulativos), la música para cine se situaría en lo alto de la pirámide. Es una cuestión harto curiosa: mientras que los grandes teóricos del arte se han esforzado en justificar como algo positivo estos aspectos de la deshumanización de los productos culturales en base a sus procedimientos cada vez más auto-referenciales, a la muerte del Romanticismo y a la desaparición de un ego humano siempre subjetivo, los teóricos de los campos político-sociales lo han visto directamente como reflejo de la muerte del ser individual y emocional. Interpretaciones varias, es un problema que arranca en el momento mismo en el que se produce la expansión comercial-artística llevada a cuotas antes nunca vistas con Wagner y su tan polémico proyecto operístico.

Miles de páginas se han escrito sobre la incidencia de las revoluciones armónico-melódicas wagnerianas en el ámbito musical y dramático, pero ninguna de ellas alcanza en relevancia al estudio de la importancia de su proyecto escénico en el campo de lo social. Caso único en la música (Beethoven, Schönberg y Nono se encontrarían próximos), su proyecto de un Bayreuth que mantiene a los músicos soterrados fuera del alcance visual del público ha servido a los teóricos marxistas como una síntesis perfecta con la que ilustrar aquel mismo problema que exponían al explicar nuestra preferencia por los juguetes o los utensilios de cocina que no dejan señal alguna de su proceso de elaboración industrial: no queremos ver restos de fabricación porque eso nos hace tomar consciencia de ciertos procesos relacionados con la esclavitud y la explotación, al tiempo que dicha “invisibilidad” neutraliza el factor de presencia humana en nuestra realidad circundante manteniendo a buen recaudo las emociones y los procesos cognitivos, de manera que la alienación necesaria para soportar y sostener el insostenible status quo de la sociedad capitalista esté asegurada (rodeados de agentes no-humanos, seremos menos humanos y nos asemejaremos más a las ovejas, por poner un ejemplo ovinamente dócil). Y mientras tanto, un tal-vez-inocente Wagner nos hablaba de que la presencia de músicos a la vista entorpecía el devenir del drama.

¿Por qué lo entorpecía? ¿No sería por la misma cuestión que exponía la teoría marxista? ¿Entorpecía ver músicos en el foso porque entonces uno se distrae del drama imaginando esclavos encerrados en una cueva? Podría ser que fueran una misma cosa, claro, pero también podríamos pensar que no, en absoluto, habida cuenta del placer que le producían al sajón los dioses. Seamos honestos: un buen dios, coherente con los principios de toda divinidad, tampoco debería dejar huellas de fabricación; las patrones de las almas no se realizan a troquel y el papel sobre el que se escriben los milagros no lleva guías de recorte. A mayores, la presencia de la espiritualidad en el devenir de las manifestaciones artísticas del siglo es innegable en la misma medida en que lo es aquella deshumanización de la que hablábamos y aunque en última instancia el dichoso marxismo afirmaría que esta tendencia homérica a desviar erradamente los asuntos de los humanos hacia los dioses es un síntoma más de alienación, la verdad es que ese es el salto de fe propio de esta corriente de pensamiento y que, como todo salto de fe, conviene ignorar por completo (negar a las divinidades, como el afirmarlas, convierte un debate en imposible). Así las cosas, nos quedaríamos divididos entre el más allá y el más acá, añadiendo, a lo sumo, las limitaciones propias de los órganos cognitivos: a fin de cuentas, uno sólo tiene dos orejas (con independencia de que un ente divino se las haya creado o una sociedad capitalista se las haya deformado) y, volviendo al ámbito cinematográfico, el underscoring es una práctica artística palpable.

Este underscoring se encuentra subyacente prácticamente bajo toda manifestación de música cinematográfica, ya sea bajo sus postulados iniciales de “invisibilidad” de la banda sonora musical con objeto de que no moleste a la percepción del drama en sí, ya sea mediante una excesiva audibilidad que consigue exactamente lo mismo a través del bombardeo musical constante (aquí lo único que cambia es el umbral de volumen y densidad: mucho o poco, lo importante es que no exista una fluctuación que invite a la escucha atenta) y que en última instancia explica el éxito de la mansamente apabullante escritura orquestal decimonónica como aquella de uso preferente en el medio, con el agravante de la inclusión de partes electrónicas en dos flagrantes vertientes: a) proporcionar mayor cuadratura rítmica a la par que controlar cualquier posible atisbo de “indefinición” sonora (algo tremendamente difícil dada la naturaleza de la escritura) así como integrar otros elementos sintéticos de presencia obligada; y b) duplicar directamente partes orquestales con sonidos pregrabados (aquí están los otros elementos sintéticos obligados) para conseguir más potencia pero sin un carácter demasiado marcado (apenas existe hoy en día música para cine que no incurra en esta práctica para, como mínimo, duplicar contrabajos y metales, aunque pianos y arpas y cellos y violas también suelen estar dentro de sus objetivos en la misma medida en que no existe un solo disco de pop-rock que no duplique sus baterías reales con samplers pre-grabados de bombos y cajas).

Sea como fuere, independientemente de que esta mecanicidad del sonido de los mass media se deba a necesidades espirituales, sociales o perceptivas, el caso es que asusta que eventualmente se proceda a la utilización de instrumentos a solo (de una humanidad, esta vez sí, del todo punto inevitable y no disimulable) en determinados contextos. Recuerdo algún que otro trabajo con mi director fetiche, mi compañero de vuelos cinematográficos y televisivos desde hace más de 10 años, el realizador cacereño Jerónimo García Castela, en el que decidió que toda la cuerda de una banda sonora se duplicaría con samplers vía MIDI, cuanto más fría mejor, como una manera de mantener a los psicópatas en escena en una suerte de inmobilidad de carácter psiquiátrica que, no obstante, no tuvo problema en romper cumpliendo mi capricho de utilizar una viola a solo que recordara la fragilidad de la futura víctima ¿Solución incoherente? Puede ser, pero sus decisiones sobre la música fueron objeto de numerosas nominaciones y premios en los festivales especializados y debo decir que jamás he visto que a García Castela se le hundiera ni un solo proyecto en unos años en los que realizábamos hasta cuatro trabajos de manera simultánea y con unas fechas de entrega francamente agresivas. Pienso también en casos ilustres de las últimas décadas, recordando con especial interés el uso del violín solista en la cinta de M. Night Shyamalan The Village o, más lejana en el tiempo pero refrescada por la reciente muerte de Cimino, la guitarra más-o-menos-sola de The Deer Hunter: en ambos casos sonando así como diciendo “ten miedo, hay un humano que hace cosas humanas detrás de la puerta”. También es cierto que este último, Cimino, es responsable de otra secuencia más que memorable con un instrumento a solo como es la conocida Roller skate dance scene de la incomprendida pero deliciosa Heaven’s Gate: una secuencia destinada al jubilo, a la alegría, guiada a través del fiddle del emblemático Dave Mansfield, que podría hacernos pensar que no todo es tan oscuro. Lo que ocurre es que Heaven’s Gate fue un verdero despiece económico que acabó con su director, con su estudio y casi con cualquier involucrado en su gestión y uno debe volver a recordar de lo que se habla: masas. Y si es que hasta puso al violinista afinando al principio de la secuencia, ¿cómo no iban a pagar el precio del desacato? Lo que uno sigue sin saber es si se lo ha pagado a los mortales, a los no-mortales, a sus orejas: toda conclusión al respecto de la factura parece conllevar un nuevo salto de fe.

 

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